Álvaro Holgado
Hijos de la retranca
El tren, en esta época nuestra, va desde luego lleno, pero, ¿conducirlo? No hay nadie al volante
Siempre estuve obsesionado por el lenguaje. Llegados a este punto, si compras el periódico los viernes, ya te habrás dado cuenta. Las palabras, qué significan, la dificultad de que digan todo lo que quiero decir. Es imposible no sentirse atrapado por ese impulso extraordinario: el ... deseo de comunicarse. Yo vivo de él, de lo que me alimenta. Pero también cualquiera que tenga boca, lengua y oídos.
Sucede que, en lo que se refiere al lenguaje, cada época tiene el suyo, con su propio ritmo, su tiempo y sus desvaríos cuando se trata de acercarnos al otro y decirle cualquier cosa. Intento descifrar últimamente en qué consiste el nuestro. Sí, ya sé que hay miles de clichés al respecto. Eso de que ahora nos comunicamos en lo «líquido» y lo «inmediato». Desde la Academia, de hecho, ya le han puesto nombres miles: lo «transmedia», lo «multimedia», lo «táctil» y así hasta el infinito. Pero no quiero yo aburrirte con el reflejo del tremendo ego del investigador de turno o la producción intensiva de palabros universitarios. Yo quiero hablar de lo que nos pasa.
Empiezo yo. Tengo 28 años y nací en una España en democracia. Cuando llegué al mundo la idea de la urna cada cuatro años estaba tan arraigada que ni se debatía el asunto. La Constitución era poco menos que un tótem de proporciones bíblicas que la gente ensalzaba fuera hijo de quien fuera. Claro que había quien le ponía pegas. Pero eran eso, pegas. Al fin y al cabo se hablaba de política sin liarse a tiros. Ni hacer una carnicería como la del 36. Era un buen trato.
A mí, desde pequeño, siempre me gustó la política. Yo quería ser como esos niños resabiados que levantan la mano en clase y saben decirte el año en que cayó el Muro de Berlín con la naturalidad de quien estuvo allí. El conocimiento legitima, pensaba. Esa era la primera clave. Cuanto más sabías, cuanto más leías, debatir era más excitante. A quienes fuimos al cole en los 90 y los primeros 2000 nos animaban a ello constantemente. Sí, respetando la libre opinión de quien fuera, pero siempre en la idea de que merece la pena decir y defender lo que uno piensa.
Quizás por eso desde hace unos años me siento algo desconcertado. El mundo idílico del debate social para el que nos habían preparado se ha convertido en una sucesión de zascas, memes y juegos de palabras más propios de jardín de infancia que de otra cosa. Para muestra un botón: los que están en contra de Pedro, lo llaman «Perro». Ya ves que la retórica del Cicerón moderno no tiene límites.
En algún momento, alguien decidió que esa retranca, esa empatía nula con el otro, ese buscar continuo de humillarle públicamente con la verborrea del «caca, culo, pedo, pis» de un párvulo, iba ser la fórmula perfecta para el diálogo ciudadano. En resumen, echarle mierda por la boca al otro hasta que le cubra con tal de tener razón y que se calle.
En esas, normal que aquella cosa sacra de la Constitución en mi niñez se les olvide. Por ejemplo, hay quien pone en duda, de repente, la figura de las nacionalidades históricas y luego se llaman «constitucionalistas» cuando están refrendadas en el maldito artículo segundo. Ojo, el segundo, que no te tienes que leer ni entera la carta magna para darte cuenta de la estupidez. Luego hay quien se empadrona en un sitio para una cosita, resulta que lo hace de forma fraudulenta, y nos sorprendemos de que a nadie, por desconocimiento o fanatismo, le importe un pepino. Sí, el lenguaje importa, amigo lector. Es a través de él que hoy por hoy existe una mayoría a la que le importa más un zasca que el Estado de Derecho.
Dámaso Alonso definía su tiempo en ‘Hijos de la Ira’ como «un tren vacío donde no va nadie, no conduce nadie». El tren, en esta época nuestra, va desde luego lleno, pero, ¿conducirlo? No hay nadie al volante.
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