Álvaro Holgado
Los hijos que no tendremos
En España el porcentaje de hogares con perro llegó este pasado año al 20% y el 25%

Desde hace una semana tengo un perrito en casa. De nombre traía Gumbo. Lo vimos un poco soso y por consenso le hemos puesto Pepe. Todo venía porque yo quería ponerle Pier Paolo, como Pasolini. Ana, mi pareja, me convenció de que sería algo pretencioso ... llamarle por un nombre compuesto en italiano cuando le riñésemos por mearse en casa, así que se quedó finalmente con el acrónimo: P.P. Para el caso, eso, Pepe.
Pepe es algo así como un terrorista itinerante. En estos cinco días se ha dedicado a robarme la ropa, comerse mis cosas y tirar los tiestos de las plantas. Pepe tiene tres meses, lo que para nosotros los humanos vendría a ser un chiquillo. Cuando lo dejo a solas, hay un 90% de posibilidades de encontrar algo parecido a Chernobyl en el salón y una masacre de calcetines por el pasillo. Dicen que los perros hacen eso porque echan de menos tu olor, lo cual hace evidente lo difícil que es gestionar el amor cuando se está solo.
En España el porcentaje de hogares con perro llegó este pasado año al 20% y el 25%. Cuando caminas por la calle, piénsalo: una de cada cuatro casas que ves tienen a uno de compañero. Es el signo de nuestros tiempos. A mi edad la gente hace 40 años tenía hijos y ahora tenemos perros.
Pepe se ha convertido en estos días en el tema de conversación favorito entre Ana y yo. Hablamos de cómo está, de qué le pasa, qué piensa, qué come, qué caga, si se porta bien, si no, cómo educarlo, cómo no… Son preguntas quizás demasiado específicas, entusiastas que, siento, a lo mejor vienen a sustituir esa cosa primaria de la crianza de la única manera que sentimos que se puede hoy día.
Al fin y al cabo, mientras no se ponga enfermo, Pepe solo necesita pienso, cariño y tiempo. Lo segundo viene de serie, lo último lo sacamos como podemos y lo primero es lo único que a fin de cuentas nos podemos permitir mientras pagar el alquiler y pedir por Just Eat para ver la serie que toque ese fin de semana sean nuestros lujos más extravagantes.
Miro a mi alrededor, a mis amigos, la mayoría mucho más listos que yo y sin embargo con los bolsillos siempre hacia afuera, y me siento como un verdadero aristócrata cuando paso la tarjeta para invitarles a cuatro eurazos de cerveza. Otros amigos y conocidos, incluso en esas, han acabado por aventurarse a la descendencia y ahí están, contentos, extasiados y sacándolo adelante como pueden.
Se suele decir que los niños vienen «con un pan debajo del brazo», lo que siempre es un poco frívolo. El pan no lo trae el niño, sino los padres, que incluso a duras penas seguirán haciendo lo que sea para que el vástago coma cada día.
A los que eufemísticamente llamamos «nostálgicos» se les escucha mucho hablar de una juventud corrompida o de cristal, cuando no de una trama masónica feminista de nueva ola, para cargar contra la baja natalidad en España. Esto último me sigue resultando sorprendente. Hay quienes proclaman libertad a los cuatro vientos y todavía hacen equilibrios retóricos para atacar cualquier avance social en lo que respecta a los derechos de la mujer. Por lo que sea, sobre precariedad y la incapacidad de toda una generación de emanciparse económicamente para tener un proyecto de vida, todavía no les he escuchado.
Por mi parte, más allá de la terna de soluciones reaccionarias y quienes en nuestra clase política corren un tupido velo sobre el asunto, lo de los niños me suena lejos todavía. Casi marciano. Al fin y al cabo, no soy yo el que decide. Con Pepe me va bien. Aquí sentado, tirándome del calcetín mientras escribo y le voy contando en voz alta lo de todas las semanas. La que le queda.