El globo

El ser humano, en la distancia, parece tan imbécil que hasta provoca ternura

Álvaro Holgado

Vivir el carnaval desde el exilio en pleno mayo puede ser de las cosas más extrañas que existan. Uno que escribe está acostumbrado a hacerlo con la manta puesta y el Youtube abierto todo el día, pero hacerlo con 40 grados tiene guasa. No sabes ... tú lo que arde el ordenador después de unas horas encendido en Granada.

Estando así las cosas, en esta extrañeza mía, procuro salir a la calle cuando apura la fresca. Ayer por la tarde, todavía con el sol rampante fuera de la sombra fui avasallado por un señor vendeglobos. Él solitario, con la cara hecha chorreones de sudor y maquillaje, iba a paso rápido por la esquina como un payaso triste con prisas.

Quizás llegaba tarde a algún sitio, pero a simple vista parecía que huyera del tiempo. Hace mucho que no veo vendedores de globos. La misma composición léxica me resulta fuera de lugar, pasado de moda, como comprarse un piso antes de los 30 años o ganar más de mil euros por tu curro si naciste en los 90.

El caso es que el tipo me tiró al suelo y ni se inmutó. Cuando quise decirle algo, estaba demasiado lejos y yo demasiado perplejo. Me quedé los suficientes segundos en tras la caída como para que otro señor se me quedara mirando y así nos plantamos los dos, el payaso triste con globos y yo, como verdaderos protagonistas de una escena absurda. Llegué a la conclusión con el sofoco y el culetazo, que la mayoría de cosas que nos suceden son así, arbitrarias. Y que es precisamente en esto donde reside cierta belleza. Así contado, aquí, hasta parece entretenido, aunque me duela un poco todavía al sentarme.

Es curioso, cuando pienso en el señor de los globos, la cabeza me lleva inevitablemente a mi infancia, donde un globo te arreglaba la tarde. Y sí, un globo es una cosa igualmente absurda, efímera, nunca llegaba a casa igual de hinchado, y si llegaba, dónde narices lo metes. Pero, ¿quién no ha llorado a sus padres o sus abuelos por el maldito globo?

Si te paras a reflexionarlo un momento, es una circunstancia recurrente. Pasa en el amor, por ejemplo. La gente se enamora y le vale con una palabra, una mirada o un estar cerca para satisfacerse. El ser humano, en la distancia, parece tan imbécil que hasta provoca ternura. Y de eso vivimos. Extasiados por la crudeza de lo material, buscamos cualquier cosa para darle más importancia de la que realmente tiene.

Te digo todo esto porque creo que darse cuenta es jugar con ventaja. De aquí a dentro de un mes vas a encender la tele o la radio, quizás incluso abras este periódico, y verás a una serie de personas que te hablarán de cosas en teoría importantísimas y en las que te va la vida. No les falta razón, pero tengo la sensación de que las cartas están trucadas. También te meterás en cualquier red social y el estúpido algoritmo te dirá lo que quieres oír, porque te conoce. Es más, de los que estás viendo en la tele, la que pega el grito más gordo, ha pagado para que te tomes todo esto demasiado en serio. Tanto como para que le cruces la cara a gente que aprecias o de quien no tenías nada en contra solo porque no piensa como tú.

Por eso, piensa en el maldito globo. Nada merece tanto la pena como para que eso ocurra. Y, de paso, busca, más bien, cierta felicidad en esta maraña de cosas que nos pasan sin venir a cuento pero que, a fin de cuentas, tienen su gracia. Por lo demás, aprovecha, que por mucho que anochezca a las diez de la noche, estamos en Carnaval. Eso sí, levanta la mirada cuando camines por la calle, te lo digo por experiencia, no vaya a ser que te avasalle un payaso con prisas.

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