Álvaro Holgado
Después
Pienso, ahora que vemos bombas en la tele sintiéndolas tan cerca, que hemos perdido un tiempo precioso
A los 27 años alguien no ha terminado de entender lo que pasa. Los ejemplos en la historia son claros: se está tan cerca de suicidarse como una estrella del rock como de sacarte unas oposiciones. A menudo te dicen «vive», «disfruta», «esto se pasa ... rápido» y al mismo tiempo las palabras de las que dispones resultarán estériles, incapaces de explicar qué está ocurriendo. El léxico siempre parece escaso.
Es cierto que cada generación ha de constituir el suyo. Hay quien se queja de que los chavales de hoy en día adoptan anglicismos. Luego suelta ríos de tinta con una defensa de la lengua propia de un estudiantillo de Primero de Filología Hispánica. Para mí tanto monta monta tanto el ‘crush’ como el amor platónico. Me preocupa lo mollar, aquellas palabras que curan la herida misma de lo que nos inquieta y que yo no encuentro.
En este clima bélico nadie puede decir ‘Carpe diem’ sin que suene al lema de una taza cursi. Nadie puede insistir en la valentía de defender lo que es justo sin que se interponga el discurso exaltado de otro columnista de pelo en pecho hablándote de novelas de espaditas en el Siglo de Oro. De regalo, te dirán lo que significa «ser un hombre de verdad» sin muchos detalles más allá de la obsesión por su propia entrepierna. También que la libertad ahora ya no es cosa de Rousseau, sino madrileña. Los grandes temas que el ser humano ha debatido durante milenios.
Hace una década, los que tenían 27 años les dio por indagar, intentar poner negro sobre blanco en qué era una democracia, dar fe de la importancia de la moral en la política, preguntarse si no debíamos poner en cuestión un sistema que premiaba al fuerte y castigaba al débil. Pintaba bonito pero la cosa salió rana.
Pienso, ahora que vemos bombas en la tele sintiéndolas tan cerca, que hemos perdido un tiempo precioso. Las mejores cabezas se refugiaron resignadas en oficinas, bares y universidades. Las mejores ideas fueron directas al cajón, esperando quizás un momento más propicio o acabaron publicadas en un libro, que es la mejor manera de asegurarse de que nadie se entere.
Adelante, en la vanguardia, se quedaron los mediocres. Aquellos que siguieron la línea sin rechistar, los que dieron por bueno el primer discurso fascinante, por muy vacío que estuviera, acompañan ahora victoriosos a los hijos de los que ya estaban antes. Me imagino que un consejo de guerra está compuesta fundamentalmente por gente así: plana, grisácea, sin una sola palabra que decir porque no tiene nada que decir.
Hace poco sacaron un estudio que validaba el mito de que minutos antes de morir veías pasar tu vida entera. Como un tráiler de Hollywood. Por el mediocre solo siento pena, porque la película será un bodrio. En cuanto a mí, que todavía soy un pipiolo como quien dice, me sirvió de aviso.
Como todos he dejado tantas cosas para después que ni me acuerdo. Mi chat tiene tantos whatsapp sin respuesta que darla me llevará un esfuerzo equivalente a escribir ‘Crimen y castigo’ dos veces. Un cúmulo de llamadas perdidas que devolverlas se traduce en un mes de asuntos propios y otros tantos planes con amigos que se quedan para más tarde porque, ya se sabe, «esta semana no me viene bien», que el año sabático se da por descontado. Ellos, por suerte, no me piden un gran discurso, solo que les de un papel en el reparto, al menos, para vernos un ratito y quitarnos la pena, aunque sea abrazándonos y sin decir una palabra.