Álvaro Holgado
La democracia explicada para niños
Nunca son los mismos cuentos los que se cuentan en camas distintas, barrios distintos o familias distintas.
Hay cosas en la vida que se asumen sin darse cuenta. Cuando uno es niño y va al colegio, entiende que todos los niños van al colegio. Aprende a sumar y restar, más tarde a multiplicar y como paso final el dividir. Se aprende ahí, ... subterráneamente, que el mundo se forma en torno a contrastes. Al mismo tiempo, puede que aparezca algún libro en casa y la mente curiosa del niño avance hacia a él de manera nunca azarosa. Nunca son los mismos cuentos los que se cuentan en camas distintas, barrios distintos o familias distintas. Se asume luego, casi sin querer, que uno es así por naturaleza, escucha a los demás y se identifica por un tiempo con lo que le dicen que es y nunca piensa lo que le ha llevado a serlo. Eso también sucede más tarde y, claro, normalmente se te queda cara de tonto.
Pienso en el día que asumí que vivíamos en una democracia, que así dicho suena a palabra gruesa. Tan elemental como concluyente. Antes de saber qué es un diputado, la herramienta nos resultaba útil. Si en el patio del recreo éramos cinco y tres querían jugar al fútbol y dos al baloncesto, ganaba el fútbol. Parece de cajón y, sin embargo, se entiende rápido que solo será así si daba el visto bueno el dueño de la pelota. Las limitaciones de la democracia, en definitiva, también se aprenden desde muy pequeño.
Pero el culmen, más allá del consenso placentero de la infancia, como todo en la vida, se da la adolescencia, esa etapa violenta donde las haya. En la secundaria, en esas clases olorosas como madrigueras, allí donde podrías soltar una pastilla de jabón al aire y desintegrarse en ceniza y hormonas antes de tocar el suelo, aparece a gritos el debate. A mi me tocó en un colegio pequeño, el de las Carmelitas, en San Fernando.
No tengo duda alguna de que aquellos profesores y profesoras tienen el cielo ganado y están bendecidos por Santa Joaquina de aquí al fin de los siglos. Robespierre hubiera sido una mera comparsa en tremendo berenjenal parlamentario.
Las reglas, si uno era avispado, quedaban claras de inicio: el aplausómetro marca el tempo. Ya hablaras del aborto, de la violencia de género, el medioambiente, el fascismo o el comunismo, las declamaciones rápidas, concisas. Si quieres que se te escuche, levanta la mano. Pero si quieres que sea de verdad, levanta el cuerpo entero. La indignación espontánea y el grito entre medias siempre tuvo más peso que la espera paciente. Al que alzaba el brazo sin levantar la voz, pobretico, le esperaba el equivalente a tres horas de gimnasio y otras dos de piscina mientras le iba menguando la fuerza y cambiaba de izquierda a derecha.
Es curioso, porque ahora pasado el tiempo, los perfiles eran cristalinos. El alumno cumplidor que participaba por participar, a ver si rascaba nota. El matón, que de puro temor ajeno conseguía un silencio tan sepulcral como un entierro. El listo, que no era tan listo y el tonto que no era tan tonto. También los había que respetaban su condición adquirida por el común de la clase, pero esos, por lo que sea decidían callar. Luego se recoge lo que se siembra. Tenemos dos bancadas en el Congreso de los Diputados que celebran las votaciones como goles. Las declamaciones son habitualmente rápidas, concisas y cuando no tan faltas de profundidad que uno no se entera de lo contrario. El aplausómetro sigue a punto y el ruido gana la partida. Los matones desde hace unos años se han reunido en grupo. El listo y el tonto, con suerte no se convirtieron los dos en idiotas y los que callaban, siguen callados, esperando, quien sabe, a que le den el turno de palabra. Luego tenemos elecciones, donde al menos se nos da la posibilidad, pero donde algunos solo les importa la matemática. Si la democracia no resulta a veces un juego de niños se le parece. Sobre todo si te siguen tratando como a un menor de edad.
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