Clics modernos
Supongo que el dolor relativiza la vida. En mi caso, a pesar de que apenas dejo de hablar por mi propia verborrea, no tengo nada claro
Desde hace algún tiempo quedo con un amigo de la infancia para desayunar. Se trata de una de esas amistades atemporales, en las que siempre hablamos como si ya supiéramos lo que nos pasa. Acertamos a menudo. Nos citamos normalmente en una cafetería cerca de ... mi casa. Se llama el Rincón de los Reyes y nos gusta porque tiene la peculiaridad de que a cualquier cosa que le digas al dueño te responde con un «rey» de coletilla. «Buenos días, rey», «lo de siempre, rey», «la cuenta, rey». El goce que produce escucharle, extendido a toda la terraza llena de funcionarios, alumnos y profesores a eso de las once y media de la mañana, certifica que seas más o menos republicano, lo de la monarquía suena bien cuando el rey eres tú.
El caso es que, en lo que respecta a mi amigo, más allá del cariño que nos une, cualquiera podría pensar que es casi un milagro que dos tan distintos se junten. A primera vista él es alto, fuerte, manso. Un figurín. Si coges una foto nuestra y me miras a mí, me verás con el cigarro a medio liar, el móvil en la mesa, gesticulando con las manos, seguro borrosas, con el gesto claro de soltar palabras por la boca como una metralleta y posiblemente encorvado por la necesidad de que me escuchen. Dos gotas de agua, precisamente, no somos.
Nos une, en cambio, lo propio: charlar. Desde hace unos años, aunque de forma intermitente, he cogido la costumbre de regalarle de vez en cuando algún que otro libro, supongo que por la culpa de que siempre se me pasan los cumpleaños. De ellos hablamos durante horas y de ahí surgen otros temas hasta que el café se nos pone tibio. Nos lo tomamos en serio. Le regalé el mito de Sísifo, de Camus, y nuestro tema estrella últimamente es la muerte. Un temazo.
Me fascina que él, que por desgracia la ha vivido de cerca más de lo que es justo, siempre se tome el asunto con cierta normalidad. Supongo que el dolor relativiza la vida. En mi caso, a pesar de que apenas dejo de hablar por mi propia verborrea, no tengo nada claro. Entiendo que no hay nada menos humano que la muerte. Al fin y al cabo es algo que nunca sentimos. Hasta el último soplo de aire todo es vida y luego ya lo que viene es la ausencia. Tal vez simplemente le tengo miedo y por eso prefiero ni siquiera nombrarla. No lo sé.
Puede que el ser humano se dedique a hacer este tipo de juegos retóricos como los míos para olvidarse de su cuerpo. De que éste vive. Parece que todo lo que nos atormenta tiene que ver con él. Mi amigo me dice que a veces intenta disfrutar del agua fría que le cae en las manos cuando friega los platos. Yo le digo que tampoco hay que pasarse con el goce corporal, pero que vale. Que tiene razón. Perdemos tanto el tiempo.
No por su utilidad misma. En ese aspecto, que se vaya a tomar viento el gurú empresarial de turno. Sino porque la mitad de las veces, creo que nos pasa a muchos, me descubro diariamente desconectado de mí mismo. Es un síntoma de época. Piensa en el dato: cada día se suicidan once personas en España. En este mismo instante en que me estás leyendo, por pura estadística, está ocurriendo. Me doy cuenta, mientras te lo digo, que hemos elegido tan mal lo que importa y lo que no, que hay quien piensa que todo esto no merece la pena. Contra eso, yo digo que un ser humano es un ser humano. No un recurso. No un consumidor. No un votante. Y cualquiera que diga lo contrario está enfermo. Así nos tienen, narcotizados a pastillas para aguantarles el discurso. Como diría Charly: «Nos siguen pegando abajo».
Todo esto no se lo he contado aún a mi amigo, supongo que porque, en el fondo, ya te he avisado, el tema me incomoda. Pero no quería perder la oportunidad de decírtelo a ti, que ya casi te has leído la columna entera: vivir es siempre más importante de lo que parece.