De niño no quería ser futbolista
Viene un mayo duro y, más que de conquistas, para mí la cuestión es salvarse
Llevo resistiéndome todas estas semanas. Desde que escribo por aquí. Pero de todos los fenómenos antropológicos que existen el fútbol sigue siendo mi preferido. Que sí, que hay elecciones andaluzas, feria en Sevilla y mucha gente diciendo tonterías. Pero la verdad es que llegado el ... caso, lo confieso, me importa un pimiento.
En plena crisis y con el caso Gürtel cayéndosele encima, Rajoy decía que abría el Marca todas las mañanas. Ya ves tú, así como cosa simpática. Para mí es un lastre, como todo vicio. Es curioso, yo de chico no quería ser futbolista. Salía a la plazoleta en mi barrio de San Fernando, como cualquier crío, y en los partidillos de porterías improvisadas me gustaba quedarme de portero. Sobre todo porque siempre podías echar una charlita con el defensa o el delantero palomero del otro equipo. No había madera ahí. Luego pegué el estirón y, como ocurría con los niños que vieron a Gasol por la tele, me dio por el baloncesto.
Ahí me fue bien, aunque al final, mi principal objetivo en mi carrera deportiva fue huir de la violencia. Antes de la canastita, después del fracaso futbolístico me dio por el judo. Gané una medalla porque era grandote. Un día me subieron con los mayores, me dieron tremenda paliza en el tatami y me cambié de deporte.
En el basket, a lo largo de mi etapa formativa, la transición fue desde el pívot, donde seguían dando hostias, al alero, donde alguna caía todavía, y finalmente el escolta, donde mi misión era precisamente no recibirlas. Pegado a la línea de tres y con alergia a la pintura me fui tranquilamente a estudiar literatura, ya con 18, aceptando la naturaleza que la vida me había otorgado: un pacifista convencido.
El caso es que lo del fútbol, aunque demostraras interés, nunca se iba. En este país es algo así como una asignatura social. Es difícil de entender lo que ocurre si no entiendes por qué un señor se pone a gritar o a llorar a las cuatro de la tarde un sábado. El fútbol tiene que ver con la infancia y de la infancia es muy difícil salir. En mi casa eran del Madrid y, aunque con altibajos, me es casi imposible no acordarme de mi abuelo Juan y los sándwiches que me hacía las tardes de fútbol cada vez que gana.
Con el tiempo, eso sí, ya adulto me tiró más el amarillo. Con la culpa del converso me fui acercando supongo que porque el equipo se parecía más a mi. Precario, de pequeñas victorias, con la mística justita, haciendo lo que se puede y viendo cómo sobrevivir mientras a los grandes se lo ponen un poco más fácil que a ti. Cuando marca el Cádiz, que últimamente ocurre, menos mal, con más frecuencia, lo grito como si se tratara de una suerte de acto de justicia. Ya se sabe, quien está contra el Cádiz está contra la humanidad.
De todas formas, y aunque la cosa futbolera dé para escribir ríos de tinta, supongo que toda esta verborrea se debe a la necesidad de darle algo más de importancia a un invento maravilloso. Ese que sirve básicamente para que los piques se resuelvan con un balón y no con metralletas. Dividir temporalmente los odios ancestrales de cada territorio por 90 minutos cada semana no es mala cosa. Luego están los que dicen que les gusta esto pero no se sacian ni aunque su equipo gane siempre. Incluso te hablan de reconquista y movidas varias que siendo la Champions te las lees con gusto pero cuando se trata de otra cosa suenan a alcanfor. Se viene un mayo duro y, más que de conquistas, para mí la cuestión es salvarse. A ver si ganamos al Elche, que me tienen frito.