El hartazgo de un abogado
Me planteo si merece la pena seguir luchando en este campo de batalla que es la justicia
Sentado en mi despacho, rodeado de expedientes, códigos, correos por contestar y documentación por leer, tras estas semanas de confinamiento, me planteo si merece la pena seguir luchando en este campo de batalla que es la justicia. Y no lo digo por el tema económico, ... ya que ha habido tiempos malos, buenos y muy buenos y entiendo que así seguirá, ni por los clientes, que ha habido y habrá de todos como en botica, sino por lo difícil que algunos pretenden ponérnoslo a los profesionales del Derecho.
Siempre quise ejercer como abogado. Puedo decir que soy un privilegiado. Desde la etapa del instituto sabía lo que quería estudiar y a lo que me quería dedicar profesionalmente, que no era más que el ponerme una toga y entrar en sala. Siempre quise poder ejercer activamente la vertiente más bonita de mi carrera, la de abogado. Luché en su día por poder hacerlo y eso tengo que agradecérselo a mi familia que sufragó mis estudios. Cumplí el sueño de vestir la toga gracias a mi mujer, que me apoyo incondicionalmente y aguantó los primeros años de un abogado que, sin padrino, se lanzaba a trabajar en lo que le gustaba. Recuerdo alguna que otra vez en la que atendí a algún cliente en una mesa de alguna cafetería. Lo recuerdo con sonrojo pero con el cariño de quien trabaja en lo que le gusta. Hasta llegar a hoy día, en el que tengo mi pequeño despacho, porque así lo quiero yo mismo, y en el que el trato al cliente es personalizado y sé quién es cada uno, más allá de un simple número de expediente. Pero, por primera vez en quince años de ejercicio profesional, me planteo si merece seguir siendo maltratado por una administración, la de Justicia, que ni siquiera mira por nosotros.
La profesión de abogado es la única que se menciona en nuestra Constitución, reconociéndole un papel fundamental en el Estado de Derecho. Esta profesión es como el sacerdocio, imprime carácter. Más allá del simple hecho de defender a los presuntos culpables, que es lo que más le impacta a la gente, los abogados lidiamos con muchas otras cosas en el día a día de nuestra profesión, como el funcionario que ese día va con el pie cambiado, el juez que se cree que el juzgado es su «corralito» o el policía que piensa que sabe más de Derecho que tú mismo.
A esto, ahora hay que sumarle el ninguneo de la profesión al que políticos como Fernando Grande-Marlaska, Juan Carlos Campo o Dolores Delgado nos están sometiendo. Estos personajes se están encargando de tirar por tierra el nombre de una profesión que, para mí, es la más digna del mercado laboral. No están teniendo ningún pudor en poner a la Justicia al servicio de un partido político que la está usando como vulgar meretriz, para satisfacer sus más bajos instintos partidistas. Ya no solo es ciega sino que ahora la quieren amordazada y atada de manos para que no impida sus desmanes en el gobernar, degradando día tras día uno de los tres poderes del Estado.
El «Decálogo de Coutere» establece en su decimo «mandamiento» que el abogado debe de «considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que se haga abogado.» Hoy en día, si mi hija me pidiera consejo sobre su futuro laboral, por su bien, no le propondría seguir mis pasos.