Ramón Pérez Montero - OPINIÓN

Abusos

Una tendencia muy de moda es incriminar a los pacientes por el uso abusivo de los servicios de salud

De forma voluntaria no me cuento entre los andaluces que disfrutan de ese servicio con 76 millones de años de antigüedad que es nuestro sistema público de salud, según proclama orgullosa doña Susana. Mi condición de funcionario me permite optar por un seguro privado y eso hago. Las urgencias en mi pueblo, no obstante, me las debe prestar el SAS, según acuerdo alcanzado entre ambas entidades.

Días atrás tuve necesidad de acudir al ambulatorio en horas de urgencia . Allí me encontré con una doctora que, nada más entrar en su consulta comenzó a hacerme una serie de preguntas que me hicieron temer que había puesto mis pies en territorio kafkiano. En vista de que mis respuestas no colmaban sus exigencias, la señora de la bata blanca pasó a recriminarme mi comportamiento.

En los cinco minutos de interrogatorio y sus correspondientes reprimendas no mostró interés por el motivo de mi visita. Así que resolviendo prescindir de sus servicios, me levanté y salí por donde había entrado antes de que me llevaran los demonios. Se trata de un hecho aislado, pero sí que manifiesta una tendencia muy de moda de incriminar a los pacientes por el uso abusivo de los servicios de salud .

Efectivamente habrá quienes acudan a dispensarios y hospitales con alegre irresponsabilidad, simplemente buscando en el médico a la figura reconfortante que antes se encontraba en el cura. Pero antes que criminalizar al paciente, habría que buscar el origen de su comportamiento. El paciente es siempre la víctima. No tanto la víctima de la enfermedad como la víctima de un sistema sanitario alentado y masacrado por dos grandes industrias. La médica y la farmacéutica. Dos monstruos que necesitan el flujo continuado de enfermos lo mismo que un matadero tiene necesidad de ganado para el sacrificio. Muy lejos de un sistema sanitario flexible y bien integrado que satisfaga las necesidades de las personas.

Todos formamos parte de una sociedad plagada de enfermedades. Producidas por la contaminación ambiental, hábitos de vida sedentarios, alimentación basada en conservantes, uso indiscriminado de fármacos y situaciones continuadas de estrés que encuentran salida en desarreglos orgánicos o mentales.

En ese paisaje desolador los profesionales de la salud se erigen (y en la mayoría de los casos lo son) como solucionadores de nuestros problemas físicos y psíquicos y, lo que es más importante, como salvadores de vidas. Nuestros sistemas sanitarios públicos modernos se dedican a ir parcheando los desperfectos con mayor o menos alegría conforme soplen los vientos económicos. Pero todo ese sistema está montado sobre una concepción errónea de la salud y diseñado para que las mencionadas industrias paralelas obtengan sus descomunales beneficios a base de drogar diariamente a la gente o someterla, llegado el caso, al cruento trance quirúrgico.

Las medidas preventivas y la educación sanitaria de la población no resultan rentables y, por tanto, no se consideran. Cuando llega el problema, se encuentra una causa ficticia y se le aplica un remedio químico que vete tú a saber por qué funciona en el caso que lo hiciere. Los buitres de las empresas médicas privadas revolotean ya sobre este organismo moribundo y el Estado arde en deseos de librarse de esta rémora. El desenlace está próximo. La doctora que no me atendió puso un pegote de barro en un dique derruido. No forma eso parte de su juramento hipocrático.

Eché en falta en ella ese mínimo de compasión por el ser humano que debe alentar en el corazón del médico.

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