José Landi
Ea, ea, ea
Lloran cuando se despiden de un equipo y, a veces, cuando llegan. Cuando ganan y cuando fallan, lloran y lloran
Los jugadores lloran cuando se lesionan, incluso cuando creen haberse lesionado. Cuando fallan un penalti (como si no los hubieran errado decisivos Zico, Platini, Schuster, Riquelme… Los mejores); como si el error no fuera una certeza inevitable en el deporte profesional y en todo. Tan ineludible como el acierto. Lloran cuando se despiden de un equipo y, a veces, hasta cuando llegan. Cuando fallan y cuando triunfan, lloran y lloran. Qué fue de la reserva federal de las emociones, de la sobriedad, de la elegancia de reservar las más extremas para el ámbito privado y, sobre todo, para las que lo merecen. Cada cual sabrá cuales son ¿Dónde están hombres y mujeres que saben discernir entre dramas verdaderos y de juguete? ¿Qué fue de la intimidad del vestuario y el dormitorio, de la creencia de que las lágrimas han de quedar reservadas para el dolor verdadero? No sé lo que le duele a cada cual pero se me ocurren ejemplos de pesar que puede merecer llanto: el que provoca las torturas impunes y premiadas, por ejemplo, el del miedo particular y solitario, el de la pérdida y el vacío, el del abandono y la incertidumbre, el de la enfermedad de los propios, o la propia, el que cada uno quiera en la intimidad, entendida como soledad o como encuentro con pocos. Habrá tantos motivos como personas pero hay una cosa me quedó clara: por el fútbol (baloncesto, tenis, motociclismo...) no se llora. Al menos, no cada poco.
Las lágrimas, como a todos, me parecen naturales, saludables, necesarias. Las echo de menos cuando se me atascan durante meses porque sientan muy bien pero, como en casi todo, me cuestan el abuso y la exhibición. Creo que hay que dejarlas para lo que las merece o para usarlas, como siempre se hizo, de limpiacristales privado. Luego todo se ve mejor. Me pareció humano, conmovedor por natural y espontáneo, esporádico, ver llorar a los primeros deportistas (a Federer ante Nadal en aquella hazaña de Wimbledon, al Pelé adolescente tras ganar un Mundial con 17 años o a otros históricos, de forma excepcional) pero cuando son cientos, cuando son casi todos y casi todas, por casi todo, me vuelvo insensible y me da risa. Son profesionales que conviven con la derrota y la victoria desde críos, con el azar, el dolor, la trampa y con esa pamplina de la injusticia en el deporte. Están mayorcitos para creer que iban a ganar siempre, que la frustración nunca les pondría la mano encima ¿Acaso nunca sospecharon que un árbitro podría errar, que podrían perder, que se podrían romper un músculo justo antes de una gran cita internacional? ¿Acaso ignoraban que la retirada o el despido, el fiasco y el fichaje forman parte inseparable del pacto con la profesión y el espectáculo, tan bien pagado?
Sin embargo, ahora mandan cartas abiertas para disculparse por un tiro al palo. Comunicados para despedir o dar la bienvenida. Mensajes de agradecimiento eterno que se olvidan al segundo. Piden perdón a los aficionados cada vez que pierden jugando mal como si no fuera a pasar 15 veces por temporada, cada temporada. Incluso es habitual que les den explicaciones a lo peor del deporte -a los grupos organizados y violentos- cuando van a buscarles con actitud intimidatoria, como matones. En vez de ignorarlos.
Tienen que hacerse los graciosos en celebraciones insoportables en las que su nulo ingenio es obligatorio como los fuegos artificiales. Ahora deben prepararse cánticos de preescolar que los nuevos medios, tan estúpidos como los viejos, emiten casi en directo en su bulimia de contenidos. Ahora se pasan la vida rezando en público con los dedos apuntando al infinito y celebran cada título rodeados de hijos y parejas, que exhiben como el trofeo que acaban de ganar. Lucen camisetas conmemorativas y banderitas personales que han preparado para el momento. La religión, la relación familiar y las creencias políticas (el patriotismo o el nacionalismo lo son) resultan respetables, sagradas, sólo en el ámbito de lo privado.
Qué tiempos aquellos de carreras al túnel de vestuarios y celebraciones (o tragedias) secretas. Qué tiempos de futbolistas golfos y jugadoras de tenis hieráticas (¿recuerdan a Steffi Graf?), de centrales con bigote. Baja, Shankly, aunque sea en pijama. Ven a nosotros, Chris Evert-Lloyd. Vuelve Best, aunque sea un rato. Regresa, Franco (Baresi, claro) para dar ejemplo. Tú no, Mago, quédate allí, en la memoria y en los vídeos que bastante manosean tu recuerdo con no sé qué fines.
Digo que cuando el árbitro pita, ya he visto lo que tenía que ver, ya he tenido las emociones que iba buscando y no necesito las impostada de nadie. Que los anuncios de continuidad o marcha de superestrellas me resultan secundarias cuando no instrascendentes. Mi circo sobrevivirá intacto. Me quedo (si acaso y en pequeñas dosis) con lo ejemplar de los que se van en silencio o con las palabras justas, sin numeritos ni atrezzo, cuando están en lo más alto. A las fiestas (y todo esto es una industria del entretenimiento, recordémoslo) hay que llegar el último e irse el primero, a la francesa, sin despedirse como dijo Radio Futura. De lágrimas, no decían ni una palabra.