Francisco Apaolaza - OPINIÓN
Ñus
El ñu luce una desproporción difusa, porque está hecho de la suma desaliñada de las partes de los demás
Connochaetes es un género de antílope que habita en África. Se les conoce como ñus. Los hay a patadas. Hablar mal de ellos es fácil. Para empezar, no es la suya una fealdad artística, locuaz y persuasiva como la del Facochoerus Africanos (’Pumba’ para las personas cuyo conocimiento natural se limita a las películas de Disney), que atrae en su desgracia como el Barbra Streisand de la sabana, no. El ñu luce una desproporción difusa, porque está hecho de la suma desaliñada de las partes de los demás: los cuernos de una cría de búfalo, la cara de un bisonte, las patas de una gacela, el rabo de un caballo viejo y los cuartos traseros de una hiena. No ayudan el paso de clochard cansado, ni la testuz que no deja verle los ojos de frente, ni las crines ralas que nacen, larguísimas, desde la cruz, ni las franjas de pelo que le chorrean por las espaldas y que le dan al conjunto de su piel gris un aire extraño y viejo de alfombra abandonada en la basura. La barriga es redonda sin llegar al lustre, como si perteneciera a un niño enfermo y las patas resultan delgadas como alambres, lo que le da en su conjunto un toque de fragilidad patética propia de alguien que no ha conocido el deporte.
A determinada hora de la mañana y de la tarde, rompen a correr en zigzag con direcciones aleatorias. Salen disparados entonces como electrones o gentes sin cabeza ni sentido aparente en el patio de un manicomio. En sus movimientos de manada tampoco se desentrañan grandes claves. Se siguen unos a otros con el único objeto de evitar a los depredadores y buscar agua y pasto, lo que les lleva a emigrar al Serengeti y al Massai Mara en un gran grupo gigante que oscila entre el millón dos cientos mil y el millón y medio de ejemplares. Dentro no hay clanes, ni reglas: son la perfecta definición de manada. En su sencillez, resultan tremendamente efectivos para su supervivencia aunque sus cadáveres despedazados y las carcasas blancas de sus esqueletos rieguen las llanuras del este de África como si las riveras del Mara fueran el escenario de un accidente aéreo.
Nadie quiere a los ñus. Los mzungus o turistas blancos se ríen de ellos desde los asientos traseros de sus todoterrenos: de su pinta, de su comportamiento, de su aparentemente absurdo desaliño. Después del impacto de la primera media hora en el parque jurásico de África, no les ni hacen fotos. «Mira, ñus. Más ñus», dicen, como el que ve llover. En la escala de su interés terminan por representar menos que las hormigas, menos que las acacias, que los pájaros y las nubes. Al poco tiempo, todo les resulta más interesante que ellos. Pastan en la base de la pirámide de la sorpresa, escondidos, indiferentes a su propia nada. Apuesto a que hay gente por ahí que se dedica a estudiarlos pero a ojos de la mayor parte de la humanidad, los ñus son la bandera de la mediocridad. Creo que habitan el mundo para hacer sentir importante a los miembros de otras especies, pues hasta el último bobo puede sentirse alguien al lado de ellos. Son hacedores de listos y algunas personas, pudiera ser que otros animales incluso, consideran que pertenecen a géneros superiores. Ese es su servicio al mundo y nadie se lo reconoce. Lo mismo les pasa a algunos políticos.