pincho de tortilla y caña
Viaje al pasado
El tiempo no perdona. Es un espejo fiel de lo que fuimos y un amargo recordatorio de lo que quisimos ser

Una de las consecuencias de hacerse mayor es que las historias que cuentan las novelas dejan de sorprenderte. Las aventuras humanas, y los impulsos que las provocan, no han cambiado desde 'La Odisea'. El repertorio de la conducta de los hombres es limitado.
Tal vez ... por eso sea tan frecuente que, a partir de una determinada edad, crezca el interés por releer los libros que marcaron nuestra existencia. En mi caso hay una segunda razón. Tengo una memoria tan flaca que olvido con pasmosa facilidad los títulos y los autores de casi todas mis lecturas. Me pasa lo mismo con las películas. Esa amnesia patológica me hace pasar malos ratos cada vez que me reúno con esa clase de amigos, buenos pero odiosos, que se acuerdan de todo lo que han visto o leído desde su más tierna infancia. A veces me veo envuelto en tertulias apabullantes, repletas de rigor memorístico, en las que me hago tan pequeño que me dan ganas de desaparecer. Al principio me humillaba dar la impresión de ser un analfabeto funcional y trataba de disimular asintiendo con rotundidad cada vez que alguien evocaba un dato que yo había olvidado. Ahora ya me conocen y no tengo que fingir. Todos saben que soy el más torpe del grupo.
La única ventaja de ser tan desmemoriado es que puedo ver películas por segunda o tercera vez como si fuera la primera. También me pasa con algunos libros. Este verano he releído dos que me fascinaron en algún momento de mi juventud, cuando el hambre de aventura me hacía creer que al otro lado del puente me aguardaban islas solitarias, tribus caníbales, amistades inquebrantables, áridos desiertos y batallas de honor que, sin embargo, ya no pertenecían a la realidad de mi época.
En las páginas de 'La isla de Coral' y 'Las cuatro plumas' me he descubierto a mí mismo, muchos años atrás, agazapado tras un arrecife coralino o escondido en algún recodo de Jartúm, avizorando un mundo que solo existía en mi imaginación. Me gustaría pensar que yo también hubiera sido capaz, como el náufrago Jack Martin, de jugarme la vida por librar de la esclavitud a una mujer de la que ni siquiera estoy enamorado, o, de buscar la redención de mi honor, como Harry Feversham, con el único propósito de poder ver eternamente en el cielo, una vez redimida mi culpa, a la mujer que amo con todas mis fuerzas. En aras de la sinceridad, sin embargo, debo reconocer que no hubiera sabido estar a la altura de los protagonistas literarios de esas dos novelas maravillosas.
Supongo que cuando las leí por primera vez me sentí urgido a ser tan bondadoso y valiente como Jack o Harry, pero ahora me doy cuenta de que no he cumplido las expectativas que me marqué en aquel entonces. El tiempo no perdona. Es un espejo fiel de lo que fuimos y un amargo recordatorio de lo que quisimos ser. Pincho de tortilla y caña a que la felicidad es directamente proporcional a la cercanía de esos dos extremos.
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