No ni ná
El tiempo que perdimos
La cuenta tiene tantos dígitos que no se podrá hablar de recuperación si no es con una medida extraordinaria
Desconozco si recita la lista de los pasos del Santo Entierro Grande, si pide el vino de la casa por su nombre en El Rinconcillo o si estuvo en la última reunión de cuentas de la caseta de Pascual Márquez, pero, sin conocerlo, creo que ... el turco Ozgur Unay, al que Jesús Álvarez retrataba aquí en una de sus excelentes entrevistas dominicales, es más sevillano que muchos nativos que, con todo lo anterior en el currículum, presumen de sevillanía en rima consonante por la ciudad obviando que está peligrosamente anquilosada.
Necesitamos muchos críticos como Ozgur Unay para recuperar el tiempo que ha perdido Sevilla, esos treinta años que este ingeniero la ha vivido y en los que la capital andaluza no supo planificar ni ha recibido las inversiones necesarias para avanzar como lo han hecho otras ciudades. Lo hizo Bilbao gracias a que desde 1992 trabajó en la radical transformación urbana del proyecto Bilbao Ría 2000. Y, sin ayuda de las concesiones del Estado sumiso al chantaje nacionalista, lo hizo Málaga, impulsada por un alcalde que hace 22 años sabía lo que quería.
Comentaba Ozgur Unay sobre la SE-40 que «el tiempo que hemos estado parados sin hacer una cosa o la otra (túneles o puente) ha costado mucho». Y eso sirve para todo. Cuánto vale el tiempo que ha perdido Sevilla. La cuenta tiene tantos dígitos que no se podrá hablar de recuperación si no es mediante una medida extraordinaria, ya sea ese «pacto de Estado» al que alude el ingeniero, una Ley de capitalidad que no encuentra consenso, otra perla coyuntural como la Expo o un golpe de suerte en forma de mina de litio bajo alguno de esos sevillanísimos barrios más pobres de España.
La errática política local obvió la planificación de grandes objetivos. Eso lleva, por ejemplo, a la caótica reformulación de la movilidad, del metro al tranvibús, en la medida que se reducen las aportaciones del Estado y se cazan fondos europeos oportunistas con los que ir dopando un progreso ficticio, sin haber previsto una conexión rápida del centro y el aeropuerto. La falta de proyecto nos sitúa también en encrucijadas difíciles, como la digestión social del atracón turístico en la escueta dieta de nuestro IPC local, o la de gestionar tantos grandes edificios que tienen por destino indefinido ser contenedores culturales sin función mientras debatimos si es necesario crear un gran museo… La Sevilla eterna en sus debates.
Entretanto aclaramos qué queremos, reflexionemos sobre por qué, como dice Unay, a los sevillanos nos cuesta tanto reivindicar y protestar. Quizá sea por el remordimiento de haber puesto al frente de la ciudad durante tantos años a alcaldes tan fieles a sus partidos como incapaces de proyectar y defender un modelo de ciudad acorde a lo que merece Sevilla. Eso nos convierte a los sevillanos en malos herederos de la grandeza de esta ciudad y en cómplices de su depauperación. Más que indolencia, esa desesperante inacción parece esconder un evidente bochorno colectivo.
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