El respeto a la ciudad
Es necesario que alguien objetivo mande, piense, regule y limite, para ofrecer un desarrollo sostenible, que permita que los que nos visitan quepan y respeten a la ciudad
Hay como una interminable carrera para convertir nuestras generosas ciudades en urbes sin alma. La 'más grandiosa creación del hombre' como dijeron Spengler y Whitman, son cuerpos vivos que se contagian con enfermedades que el hombre va generando en sus usos y abusos. Crecen sin límites y alimentan debilidades del concepto urbano, que deben corregirse para evitar riesgos y no perder su verdadero origen y dimensión. Las ciudades están sometidas en sus largas experiencias a nuevas maneras de vivirlas, que las pueden contaminar.
En nuestros arcos costeros y lomas interiores, el recurso del turismo ha facultado un incontenible reclamo para atraer visitantes. Disfrutar de sus ricos patrimonios, sentires festeros, altísimas músicas, y lo que siempre fue el eje del buen vivir, como es la gastronomía rica y sabrosa, reclama la inevitable presencia. Los efectos indeseados del turismo, apenas cuidadosos y claramente desproporcionados por otros tipos de sabores, está haciendo irreconocibles nuestras poblaciones. Cada día que pasa aumentan las distorsiones.
Las almas de la ciudad son esencialmente sus ciudadanos. Son los que viven allí de toda la vida, los que las hacen propias y diferentes, creándolas para compartirlas sanas y adecuadamente. Ocurre que esa histórica generosidad, consigue atraer intereses que nada tienen que ver con el auténtico sentimiento urbano. Se van arrimando tantos espíritus externos, que las ciudades se desfiguran y pierden. Serán los fenómenos de masas que ya no caben por las calles y hacen del paseo una yincana agotadora esquivando propios y extraños. Será también la conversión de un caserío de escala vernácula, en alojamientos 'ikeanos' temporales, que solo se usan para dormir. Será la falta de respeto a los ciudadanos autóctonos, no agregando valores urbanos, sino más bien reales de vellón a los inversores. El resultado habitual es un desgaste de esos lugares, poseídos como pasajeros y con relativa poca sociabilidad. En pocas palabras, casi siempre un usar y tirar.
Nuestra amables, bellas y esplendidas ciudades, aunque densas por estas épocas de vacaciones, se convierten en teatros vivientes por diferentes aprecios de impropios. No quiero decir que esté mal, en absoluto, ya que de ello comemos muchos. Es tan solo prever que, si no hay sentido de la escala, moriremos de éxito y a la vez perderemos la autenticidad, al fin y al cabo, lo que atrae al visitante. Es difícil, lo sé, controlar cuantos apartamentos turísticos caben en un centro histórico, ya que los hoteles siguen ofertándose más caros y la demanda es inagotable. Tampoco sé cómo limitar el número de bares y restaurantes con derecho a ocupar la vía pública. Ni siquiera sé cómo calcular el número de personas que puede ir por las calles, carnes de 'fritures', adueñándose, parados, del suelo y el aire. No saben que estrangulan las venas por las que deben fluir los caldos naturales, incluso de quienes trabajan en ellas. Es un difícil equilibrio, que no se debe sujetar sólo a demandas y precios.
Alguna razón razonable debe ordenar y controlar las densidades de estos usos. Hay ciudades ya, en las que hay que pagar para entrar, como zonas en Katmandú. Nuestra amable y taimada naturaleza, compartiendo las plusvalías que llegan, no va a ser capaz de autorregularse en la cifra del 'numerus clausus'. Es necesario que alguien objetivo mande, piense, regule y limite, para ofrecer un desarrollo sostenible, que permita que los que nos visitan quepan y respeten a la ciudad. Mejor calidad suficiente, que cantidad incómoda. Salud.