Opinión
La escala de las ciudades
Los asiduos paseos por mi ciudad natal, siempre me han sorprendido de la misma forma
Los asiduos paseos por mi ciudad natal, siempre me han sorprendido de la misma forma. No se trata de ver a tu pueblo como era antes y comparar; ni se trata de ver lo nuevo sobre lo viejo; ni siquiera quienes la viven ahora. ... El tiempo es inexorable y lo cambia todo, para no cambiar él nunca. Se trata fundamentalmente de una sensación en un cambio de escalas.
Los que nos dedicamos a la santa profesión de las escalas, sabemos mucho de eso. Es traducir en modelos más fácilmente asequibles los tamaños de las cosas. Aprendemos a saber medirlas, dibujarlas y expresarlas digna y claramente, para hacerlas entendibles y construibles.
Muchos de los tiempos que yo pasé en aquella nueva Escuela de Arquitectura, fueron peleándome con los ingres, cansons y vegetales, con nocturnas luchas por acomodar un dibujo en un DIN A 3, y hacerlos comprobables por el duro control correspondiente. Saber medir bien las cosas, asignar cada medida en sus partes, las suficientes, no muchas más, en un cuidado, aunque siempre engorroso croquis, fueron alguna de las pequeñas pesadillas de aquellos aprendizajes. Hoy con la máquina portátil, es otra cosa.
Las sensaciones aprendidas desde muy pequeños, permanecen ancladas a la memoria con mayor firmeza que los nuevos acontecimientos. Nuestro cerebro sabe dosificar perfectamente los archivos e irlos colocando en prioridades necesarias. Con el paso del tiempo encontrar los recuerdos se va haciendo más dificultoso. Es como si el polvo de la memoria difuminara los tejuelos de sus carpetas y el itinerario de la búsqueda. Lo que no cabe duda, es que nos acordamos más de lo antiguo y cada vez menos de lo reciente. Es ley de vida.
Estos nuevos paseos por Chiclana me traen los recuerdos de mi nacencia y niñez. Las casas que aún quedan cercanas a donde nací, o donde jugué a las bolas en la Alameda del Río o de Lora, no se borran nunca. Ni las deliciosas azofaifas, que furtivamente tomábamos «prestadas» en la casa de un antiguo alcalde. Las fugas de niño para coger aquellas ranas que siempre caían del cielo con las primeras lluvias de septiembre y que cazábamos en las tapias de la Huerta Alta. O aquel colegio, metafóricamente denominado de los «cagones», ya que éramos muy pequeños, deleitándonos con la leche en polvo y el queso americano del plan Marshall. Tiempos claramente imborrables.
Esos paseos, además de revivir el cariño por el origen y el lugar de nacimiento, del que nunca se debe renegar, me producen sensaciones de bienestar. También como en un viaje de Gulliver, comprobar que todo ahora es más reducido. Las calles, las alamedas, hasta los adoquines son ahora mucho más pequeños que aquellos grandes, donde se nos perdían las diminutas bolas. Un mundo de percepciones donde las escalas nos situaban en una realidad querida, añorada y con diferente escala.
Siempre que me presento digo de donde soy. Me enorgullece pertenecer a un pueblo, donde el esfuerzo y la responsabilidad han sido una denominación de origen. El tamaño de las ciudades no tiene límites. Crecen y crecen sin parar. Yo como arquitecto, creo que ese es uno de los síntomas de su pérdida de identidad. Ojalá pudiéramos colocar un número clausus de crecimiento para fijar las escalas. Es imposible.
No obstante, cada vez que voy por Chiclana, mi pueblo natal, sea de la Frontera o sea sin fronteras, como ahora lo es, me encuentro muy feliz y orgulloso de pertenecerle a través de aquellos mundos tan pequeños, pero queridos e inolvidables.
Cuidaros.