La ciudad fantasma
Los cantares no pueden ser eficaces ni suficientes para saciar la incontenida necesidad de futuro
La ciudad esbozaba una bella mueca heredada de tiempos ricos y favorables. Conservaba a duras penas sus bien confeccionados y bonitos ropajes, que la compusieron como deslumbrante novia eterna. Ahora ya sin dote. Sus colores, distintos de las claras jabelgas, suaves en mil tonos, a ... veces abigarrados por los tiempos bien alumbrados. Esa luz, la destacó en un momento como patrona del mundo y mejor referente. Ésos exclusivos diseños urbanos y arquitectónicos de la sensible herencia, eran sonoros reclamos para visitantes. Cada día aumentaban llenando sus calles y rincones. Disfrutaban descubriendo un pasado que, ya no pertenecía tanto a sus censales como al temporal usuario turístico. Se fue trasladando un alma, cada vez menos propia.
La ciudad hacía tiempo que había perdido su densidad en el borde del interminable espejo. Quedó un límite bien dibujado, que recomponía las líneas en su costa más débil. Se robustecieron sus frentes para detener el continuo embate del espumoso azul infinito. Algunos restos del gran botín, permanecían en sus firmes muelles, hoy visitados por barcos diferentes, con menos holguras. Las generosas mercancías que colmaron su puerto, se convirtieron ahora, en suave producto de personas.
Se preguntaban, por qué se fue la hegemonía continental y de ultramar. Aquella opulencia estaba casi sepultada bajo la duna del olvido y la deuda histórica. Esos vecinos, no sabían que la pérdida de la sólida economía lo fue, en parte, por las alternantes historias de las mareas globales, que arrasan lugares esperanzados. El relato de las ciudades, sobretodo de las costeras, lo hacen pujantemente los poderosos que vienen y van desde afuera, capaces de hacerlas revivir de alguna mortecina coyuntura. Son los auténticos hacedores de la riqueza,
Suponían los ciudadanos, que los grandes negociantes ya no venían con ilusiones de futuro y fortuna, porque así tocaba. Como una especie de suerte mal comprada. Una suave lejanía acechaba contradictoriamente, año tras año, perdiendo efectivos. Aquella clase alta y media, que sostuviera la vigencia urbana, ya no vivía en la ciudad, quizás por falta de enamoramiento o de querencia. Los residentes, que disfrutaban de su entorno, no caían en la cambiante escala. Sus indumentarias, antes presentables, hoy se mostraban algo deterioradas por falta de ilusión interna, duro esfuerzo e impulso empresarial. Eso, no era suficiente, de nuevo, para atraer a los emigrados.
Se contentaban con declamar sus cuitas y sinsabores en ingeniosos textos y caretas, arropados de talentosas músicas, llenos de grandes verdades, que solo quedaban en el papel. Después, siempre volvía el desencanto. Cantares que no pueden ser eficaces ni suficientes, para saciar la incontenida necesidad de futuro. Esos desahogos del alma colectiva más dolorida, respetuosos consigo mismo, situaban la grave convalecencia de la metrópolis. Pero solo eran eso, cantos de sirenas que se disolvían en las ondas de la cambiante mar.
El duende para aquella ciudad y su valía, también debería consistir en la continua y honesta labor de los que quisieron trabajarla, llenándola, aparte de verdad, de realidades en cuerpo y alma. Solo así era posible generar un mejor clima, que atrajese con hábil complicidad los buenos inversores y trasladados. En los últimos dos siglos, como otras veces, saquearon la maravillosa ciudad fantasma. Nadie, ni de dentro y de fuera la había colmado de nuevo. Y ya se sabe, si no hay candela en la cabeza tractora, es porque no se ha incorporado el mejor carbón que arda y lleve lejos. Salud.