Opinión

No aprenderemos nunca

Cuando a toro pasado se hacen reflexiones sobre calamidades ocurridas, siempre es posible acertar, e incluso quedar bien delante de alguien o de uno mismo, que más da

Ocurrió de nuevo. Llegó esta vez mucho más fuerte, explosiva y errática. Las terribles y contundentes consecuencias fueron mayores que las de octubre del 2024, de hacía tres años. Una serie de continuas gotas frías, enormes, cargadas de abundantes tormentas, se sucedieron durante más de ... una semana, dejando el arco Mediterráneo y el Golfo de Cádiz, como una imponente marisma de Doñana. Las inundaciones no fueron lo peor, lo dramático fue que ya el agua cogió, para quedarse, el sitio que posiblemente no ocupaba desde el último episodio diluvial del Cuaternario. La geografía cambiaba demasiado rápido. Los sitios de sus pobladores eran tomados por una naturaleza que ya había avisado que eran suyos. Fue tal la cantidad de agua caída, que los enclaves urbanos no soportaron su densidad. Fueron sepultados como lo fue Riaño con su pantano. Urgía resituar los pueblos desaparecidos en otras zonas más altas y estables, fuera de costas, espacios inundables y escorrentías peligrosas.

Cuando a toro pasado se hacen reflexiones sobre calamidades ocurridas, siempre es posible acertar, e incluso quedar bien delante de alguien o de uno mismo, que más da. Lo importante es hacerlo antes y evitar males mayores, porque los cambios atmosféricos llegan muy rápidos. El concomimiento, la experiencia y los avisos naturales, nos redirigen hacia las ineludibles verdades de este planeta. Las crisis climáticas extremas, que creíamos solo en el golfo de Méjico, China, o círculos volcánicos, son globales, y nadie está exento de ser atacado por la bestia natural que todo lo puede. Sus efectos, buscando una mejor homeostasis, es decir equilibrios estables, se manifiestan de forma descomunal y dañina. A los recientes ocupantes de la Tierra, solo nos queda, con humildad, ser meros testigos de sus efectos y prevenirnos de ellos.

En la Escuela de Arquitectura, cuando diseñábamos una urbanización o ciudad, lo primero que nos obligaban es a un exhaustivo estudio del terreno. Desde antiguo, ese estudio lo daba la historia del lugar. Muchas ciudades han acabado sepultadas en sus propios egos, por situaciones incomprensiblemente cercanas a peligrosas convulsiones naturales. Sencillamente, lo propio de un planeta en evolución que es moverse como quiere y a veces muy estrepitosamente. Pues bien, en ese suelo estudiamos si hay condiciones de seguridad a futuro, y si permite habitarlo para alimentarse, defenderse y prologar nuestra especie. Se trata de un íntimo y mínimo deseo de supervivencia. Ya de eso hablaba en el siglo I el colega romano Marco Lucio Vitrubio, cuando aconsejaba alejarse de tierras blandas y húmedas. Los arquitectos, si de algo debemos enorgullecernos es de situar a nuestros semejantes en espacios y volúmenes de completa seguridad habitacional y estructural. Lo bonito, debe venir siempre después.

Lo ocurrido recientemente con la DANA, no es sino el directo aviso de madre natura, no solo para saber dónde situar nuestros techos, sino para arbitrar los protocolos de emergencia y poder paliar, en parte, los daños en su grado de realidad conocida, e incluso por exceso, la desconocida. Hay gobiernos que eso les trae al pairo, y hacen decenas de leyes del suelo para seguir forrándose, dejando construir hasta en la misma cima del Teide para ver el mar. Claro, si en estos años de democracia, estamos solo en las ansias de poderes encarados, y no en la urgente y exigente gestión de los problemas, sin prohibir nada a cambio de votos, ocurre lo que ocurre. No aprenderemos, y nos coge el toro de nuestra propia piel con una virulencia que ni lo de Paquirri. Salud y nuestro pésame a las familias.

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