LA TERCERA
Lenin, Stalin, Putin
«Ha habido intentos de todo tipo de 'humanizar' el comunismo. Ninguno ha funcionado. Incluso la Europa progre lo probó con el eurocomunismo. Tampoco. Y es que el comunismo es un sueño, una ilusión, una utopía»
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Les conté en una reciente postal que el mayor problema con que se encontró Lenin al llegar a San Petersburgo para capitanear la gran revolución proletaria fue que, de hacerlo, tenía que violar las normas que Marx había establecido para ello. La primera, que ... no podía hacerse sin una previa revolución burguesa, capitalista. Y aquella Rusia no había tenido no ya burguesía sino renacimiento, sólo siervos y señores. Por otra parte, no podía tener lugar en un solo país sino que debía esperar al alzamiento de todos los proletarios del mundo contra quienes les explotaban desde que había memoria. Y allí, los únicos sublevados eran los marineros de la Armada del Zar, aumentando el otro gran temor de los marxistas, el bonapartismo: que un alto mando del Ejército se hiciese con el poder como Napoleón hizo en Francia tras la Revolución Francesa.
Tras mucho debatir, Lenin, Stalin y Trotsky, que se había encargado de crear un ejército revolucionario para combatir a las tropas fieles a los zares, decidieron jugársela y lanzar la gran revolución de los soviet o consejos populares no dependientes del Estado. Cuando terminada la contienda no llegó esa gran revolución, e incluso en la vencida Alemania el gobierno socialdemócrata aplastó un intento de revolución al estilo soviético, el triunvirato comunista ruso decidió seguir adelante con una revolución total en un país asolado, arruinado y multidividido.
Había habido diferencias entre ellos, algo natural al ser tan diferentes. Pero con lo que no contaban, sobre todo Lenin, era con esas jugarretas que nos depara el destino. El primer derrame cerebral lo tuvo en mayo de 1922 y le dejó paralítico de medio cuerpo y sin habla. No se rindió y ya en octubre podía andar de nuevo y recuperaba las funciones de su cargo. Tenía 53 años. En diciembre le llegó el segundo ataque y a partir de él ya no abandonó su habitación. Pero no dejó de gobernar, de planear, de luchar porque la revolución que estaba imponiendo Stalin no tenía nada que ver con el humanismo que se respiraba en los cenáculos comunistas. Era 'comunismo y electricidad' como lo definían, a sangre y fuego, en el campo y los talleres, estajanovismo puro y duro, deportaciones masivas, hambrunas y lucha por la subsistencia. Consiguió pronunciar algunas palabras e hizo que le llevaran a su despacho en el Kremlin, donde busca algo que no encuentra, alerta a todo, pero sin controlar nada hasta que el 24 de enero de 1924 muere.
Es el final trágico de uno de los hombres que han hecho historia, aunque Sebastian Haffner, con ese fino olfato que tenía para las contradicciones humanas, sostiene que lo que buscaba era acabar con su propia obra, la gran revolución comunista, la que estaba haciendo no él, sino su segundo, Stalin, y que la culminó ya cuando murió. La Unión Soviética era, por lo menos, la segunda gran potencia mundial, poseía el mayor imperio del planeta, su seguridad estaba garantizada y el nivel de vida, sin haber alcanzado el de los principales países occidentales, era aceptable al cubrir las necesidades básicas.
¿Qué ha ocurrido ahora para que, de repente, Rusia se encuentre envuelta en varias crisis tanto dentro como fuera? La explicación está en el hombre que la dirige, Putin. Rusia sufrió una crisis política, moral y económica tremenda con el desplome del Muro y la independencia de sus satélites europeos, más algún traspiés en Asia, África e Iberoamérica. Y Putin, que hizo su carrera en los servicios secretos, se propuso devolverle su anterior rango. Para ello hay que aclarar qué es Rusia. Ante todo, es más que un país. Se trata de un continente o para ser exactos hablamos de Eurasia, a caballo de dos continentes, destinado, según los rusos, a defender Europa de las invasiones bárbaras asiáticas, tártaros o hunos, aunque Europa se lo pagó invadiéndola a ella: Napoleón, Hitler.
Tuve ocasión de conocerla a fondo en aquel Berlín dividido y ocupado de hace medio siglo, donde ocurrían las cosas más raras, empezando por que en el mejor restaurante de la parte occidental, La Maison de Françe, no se admitía a alemanes a menos de que fueran acompañados por un extranjero. Aunque donde más aprendí sobre lo que eran el Este y el Oeste, el comunismo y la democracia, fue en la Asociación de Corresponsales Extranjeros, el único colegio profesional que admitía miembros de ambos berlines, lo que no lograron médicos, abogados o actores, con un carné en inglés, francés y ruso que abría todas las puertas, abundando los contactos e intercambios. Yo invitaba cada quince días al corresponsal de Radio Moscú y él me invitaba en la parte oriental. Razón de tanta largueza por su parte: que prácticamente todos ellos eran espías.
Fue una sorpresa darme cuenta de las diferencias entre mis colegas del Este y, sobre todo, con Rusia, aunque evitaban entrar en detalles, como vacaciones, hijos y vida privada. Pero resultaba evidente que vivían en una comunidad cerrada y escalonada donde la libertad era un bien escaso por no decir inexistente.
Con lo que llegamos al punto clave de la Gran Revolución Soviética. Me cuesta disentir de Sebastian Haffner, tras haber gozado tantas veces de sus análisis. Pero llamar éxito, aunque sea parcial, a lo que Lenin y Stalin trajeron a Rusia me parece exagerado por no decir erróneo. Convertirse en gran potencia, o sea, imperio, sólo tiene sentido si se dan a todos los habitantes los mismos derechos y deberes, como hizo Diocleciano en el siglo III. Mientras el comunismo soviético ni siquiera igualó a todos sus ciudadanos, creando una casta superior, el partido, encargado de regir la vida, costumbres y economía de sus súbditos.
Todas las revoluciones traen cambios más o menos dolorosos. La de Stalin fue dolorosísima y sus efectos aún perduran al crear un capitalismo de Estado, que no era tan eficiente como el de la libre empresa, al restringir la iniciativa y premiar el esfuerzo individual, dando lugar a uno de los chistes más socorridos en aquel país: «¿Por qué las vacas de los 'koljos' se mueren al parir después de las 5? Porque el cuidador del establo se larga cuando suena la última de las cinco campanadas».
La falta de libertad y la ausencia de controles –el partido se controlaba a sí mismo– creaban el mayor de los lastres en la que pretendía ser la madre de todas las revoluciones. De entrada, creaba una 'nueva clase', que Milovan Djilas retrató crudamente en su libro de ese título. Una clase que superaba en derechos a los de la vieja aristocracia y a los del capitalismo más feroz, socavando las entrañas del régimen por el virus de la corrupción, a estas horas ya endémica.
Ha habido intentos de todo tipo de 'humanizar' el comunismo, algunos tan patéticos como el de Rosa Luxemburgo, asesinada luego por los nazis. Ninguno ha funcionado. Incluso la Europa progre lo probó con el eurocomunismo. Tampoco. Y es que el comunismo es un sueño, una ilusión, una utopía. En casa del herrero, cuchillo de palo. Y los sueños, sueños son. El último que lo intentó fue Putin, que utilizó la fuerza militar para afianzarse y ésta, en el caso del grupo Wagner, ha terminado alzándose contra él. En casa del herrero, cuchillo de palo. Aunque en España hay quien los confunde. 'Always different'.
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