Sin reservas
Las vacaciones o los mismos días de asueto ya te obligan a programarte incluso más que el trabajo. Pronto (si no lo hay ya), se venderá la agenda laboral y la agenda vacacional
Son tiempos contradictorios. Así nos va. No hay nada peor para la salud mental que esta carencia de asideros donde reposar nuestra intensa actividad cerebral. El equilibrio es cada vez más complejo entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que sentimos, máxime cuando para colmo en esta dictadura 'woke' nos meten una nueva variante disociativa: lo que 'debemos' pensar, lo que 'debemos' decir y lo que 'debemos' sentir.
Nada, un 'rollaso'. Permitan este tiroriro para hilar un pensamiento que me carcome, me corroe en mi sentir. Resulta que en esta era del 'mindfulness', del 'slow life' (más que el Iter Sopena hay que tirar ya del google translator), hay que dejarse fluir. El 'flow'. 'El ayer es historia, el mañana es un misterio, el hoy es un regalo, por eso se llama presente'. Déjate llevar, fluye, no hay que hacer planes.
Todo magnífico. Y recomendable. En una vida laboral tan planificada, en la que discurrimos presos del tiempo, se agradece ese esparcimiento. Sería estupendo, genial, maravilloso... si no fuera mentira.
Porque las vacaciones o los mismos días de asueto ya te obligan a programarte incluso más que el trabajo. Pronto (si no lo hay ya), se venderá la agenda laboral y la agenda vacacional. ¡Qué estrés!
Ya se ha asumido que para viajar en avión hay que coger el vuelo con muchos meses de antelación; y el hotel o el apartamento, la visita guiada, el coche de alquiler y la entrada al museo. En marzo ya sabes perfectamente lo que vas a hacer en agosto. Pero ahora nos encontramos en una nueva fase: es prácticamente imposible comer o cenar en algún bar o restaurante si no has reservado con antelación. Y a veces hasta con una previsión de semanas. No hablo en Can Roca, el Bulli o A Poniente, sino en Casa Paco o el Bar Manoli, el de los 'changüi' mixto. Que, o llamas antes, o no tienes sitio. Que no, que no hay mesa.
Con el más bajo instinto, el de la comida, no se juega. Yo que sé si voy a tener ganas de pizza el viernes 17 de agosto a las 15 horas. O si me apetecerá un chuletón el martes 28 a las nueve de la noche o tendré ardentía. Si no sé lo que voy a comer hoy. ¿En qué lugar se ha dejado la improvisación? ¿Qué pasa con eso de que hay que escuchar lo que nos dice el cuerpo a cada momento?
Esta mala costumbre orquestada por esa sarta de controladores que no pueden quedarse quietos ni un momento se ha agravado con la pandemia. Antes (nostalgia, snif), salíamos e íbamos picando en diferentes sitios: una pavía con cervecita en Paco Ceballos, un pincho de tortilla (con cervecita) en el Apolo, y rematamos (con vino) en el gallego. Ahora la ruta de los bares tiene el mismo origen, parada y destino. Si te organizas con tiempo, claro.
Me cuentan (no sé si será una leyenda) que hay bares/restaurantes que no admiten reserva por teléfono o internet. Que uno va y si hay mesa libre pues se sienta y se toma algo. Esos son mi trinchera. La resistencia. Sé que no soy el único en esta batalla, formo parte de esta mayoría silenciosa que está hasta la coronilla de que te planifiquen las comidas como cuando éramos niños de teta. Así que os invito (es un decir) a que salgáis un día, así a lo loco, y os dejéis llevar por la vida. Sin tiempos, sin planes, sin obligaciones.
Sin reservas.