La sinrazón
Nos hemos adentrado por el interior y llegamos a hacer una pequeña incursión en Bosnia, con ganas de regresar y descubrir mucho más de ese fascinante lado del mundo
Como les comenté la pasada semana, he estado dando vueltas por la maravillosa Croacia durante la primera quincena de este tórrido Agosto con mi compañera de vida. Como somos bastante curiosos, no nos hemos limitado a disfrutar de los placeres de la Costa Dálmata (que ... también), sino que nos hemos adentrado por el interior y llegamos a hacer una pequeña incursión en Bosnia, con ganas de regresar y descubrir mucho más de ese fascinante lado del mundo.
Como cualquier españolito medio, nunca he entendido muy bien las claves del avispero balcánico más allá de las lecciones históricas básicas: el auge de los nacionalismos; el origen de la Primera Guerra Mundial; el desmembramiento del Telón de Acero y la horrorosa guerra de la década de los noventa. Como cualquiera de mi quinta, tengo grabadas en mi retina las imágenes del holocausto diabólico que cada día nos destrozaba la perspectiva, pues veíamos cómo el Mal cambiaba de bando con la misma facilidad con la que los francotiradores asesinaban a chiquillas que iban a comprar el pan en Sarajevo.
Sin conocimiento docto sobre el problema, creía entender que aquella carnicería indiscriminada fue la trágica consecuencia de una larga y extrema tensión entre pueblos distintos, con diferente idioma, religión y costumbres, que se vieron forzados a coexistir bajo el yugo comunista y que, sepultados Tito y, posteriormente, el Muro, estallaron en sus anhelos de libertad y recuperación de idiosincrasia de manera descontrolada.
Con esas premisas y alguna lectura, ninguna me previno de la primera sorpresa lingüística: los serbios, croatas, bosnios, kosovares y montenegrinos hablan la misma lengua, el serbocroata, con mínimas diferencias entre ellos. Menores aún que las que existen entre el español de Cádiz y el de Bogotá (por poner un ejemplo). Y, aunque la «variante serbia se escriba en cirílico, la fonética de una palabra es exactamente la misma con independencia de su escritura latina y el lado de la frontera en el que se pronuncie. Y esto último, precisamente, fue otra cuestión que me causó perplejidad. Cruzar la frontera entre ambos países conllevó menos dificultad que el paso a Gibraltar a pie cuando en España gobierna el enemigo. En cuanto a las diferencias religiosas, no encontré nacional-catolicismo en Croacia ni fanatización islámica alguna en el corazón de Herzegovina.
Hoy en día, Croacia es miembro de pleno derecho de la Unión Europea. Y tanto Serbia, como Bosnia y Montenegro, están en fase de adhesión. Es decir, que dentro de pocos años todos esos territorios volverán a estar unidos territorialmente, tornarán a usar una misma moneda y en lugar de la solitaria estrella roja de la bandera yugoslava, se vincularán bajo el rosario de estrellas doradas sobre fondo azul que tanto anhelan izar en los centros oficiales.
Sus nacionales no tendrán problema alguno en relacionarse y mercadear, cuestión esta que sus dirigentes entienden como principal. Muestra de ello es la constante comunicación mantenida entre ellos para avanzar en la unión aduanera y en materia de infraestructuras que permitan el avance de la región y su competitividad.
Ante este panorama, sin atreverme a juzgar el conflicto -por pura ignorancia-, preocupado por el foco de tensión actual en Kosovo, recordando las caras de chavales a quienes la guerra les arrancó la vida y no dejaron más legado que un pequeño retrato en alguna de las muchas capillas de carretera de aquel país; y pensando en la idiocia nacional española y su desalmado afán por destrozar los cimientos del nuestro, uno no puede sino preguntarse: ¿para qué?