Opinión
La revolución
Llegará el día en que nuestro ordenamiento jurídico no permita que un jeta salga de rositas después de haber hundido a una comunidad
Creo que la primera vez que tomé consciencia de la Gran Estafa fue durante la precampaña de las elecciones municipales de 1991, mi estreno como votonto. Ya por aquel entonces andaba un poco más espabilado que dos años antes, cuando se me ocurrió encauzar mis ... anhelos de Justicia Social acercándome a las juventudes comunistas». Una semana duró el invento, lo justo para darme cuenta de que allí solo encontraría lo opuesto a lo que buscaba.
Aquel sentimiento fue ratificado poco tiempo después, con motivo de la Primera Guerra del Golfo y las movilizaciones estudiantiles en las que participé de forma muy activa. Recuerdo perfectamente que el sentimiento de rabia que nos embargaba no tenía nada que ver con la creencia en la bondad o maldad de la intervención militar en aquella invasión de Kuwait (de hecho, creo que fue la segunda ocasión en nuestra corta vida que supimos algo de ese país después de haber jugado el Mundial de Naranjito), sino por el envío de militares de reemplazo a un destino aún más incierto que la carrera artística de Marta Sánchez. Gobernaba Felipe González y a Aznar le quedaban todavía cuatro años por delante para cumplir su palabra y librarnos a los dieciochoañeros del trauma de la mili, a la par que puso la semillita para llenar España de vagos y maleantes. ¿Quién nos lo iba a decir!
Fue el PSOE quien metió a España en una guerra por el petróleo, en unos tiempos en los que la izquierda y los sindicatos sacaban los colores a un gobierno vendedor de chorizos en el despacho del Hermanísimo. Todo aquello se perdió, como lágrimas que se diluyen el fondo de una piscina de Galapagar. Era aquella una izquierda capaz de enfrentarse a sus primos corruptos de tal modo que no dudó ni un segundo en manipular la espontaneidad y frescura de la rabia juvenil, fiscalizándola y dirigiéndola hacia donde le interesaba. Así se desveló cuando, súbitamente, sin saber cómo, nos encontramos dentro de la sede de los capullos en la Plaza de San Antonio y asistimos, atónitos, al destrozo de enseres y mobiliario por parte de unos pocos salvajes jaleados por un tipo, hoy abogado, que como cualquier comisario político de cualquier época y esa concreta ideología, se escondía en la masa mientras el proletariado recibía los palos.
Total… que en aquella pre-campaña de mi última primavera me dio por leer los programas de todos los partidos (menos uno) y contrastar lo que decían con lo que habían hecho, no solo desde el gobierno, sino también cómo habían empleado su tiempo aquellos que estaban en la oposición. Y comencé a verles el plumero a todos y cada uno de estos engañabobos, tan alejados del significado de la palabra pro-hombre» que aún se usaba en los libros de Historia cuando en este país se leían libros, aunque fueran de texto.
Aquellas votaciones fueron las últimas que ganó el bueno de Carlos Díaz y los malos de su partido. Después vino el ciclo eterno de aquella que tan bien lo hizo al principio y terminó creyéndose insustituible y, claro, imperecedera, hasta que la fecha de caducidad asomó por donde más huele.
He oído promesas que mis hijos no creerían: centros de arte contemporáneo, plazas de toros multiusos, auditorios, albergues juveniles, una Ciudad del Mar, limpieza bajo las alfombras… Como también he visto cosas que mejor se hubieran quedado en meras promesas incumplidas: mamotretos, miradores de chatarra, pantallas gigantes, piscinas con goteras…
Pero lo que jamás hubiera podido sospechar es que un personaje que no ha trabajado en ocho años, ha sumido a la ciudad en un estado de decadencia y abandono inaudito y ha escondido cada inutilidad detrás de una bandera variopinta nos deje, como regalo de despedida, un espectáculo de luz y sonido casposo, por mucha espuma que use el artista para ocultar el cartón.
La verdadera revolución no se hace cantando pasodobles sin doblarla o escupiendo a una alcaldesa saliente. Aquella llegará el día en que nuestro ordenamiento jurídico no permita que un jeta salga de rositas después de haber hundido a una comunidad. Quizás podamos salvar el sufragio universal. Sobre todo, el pasivo.