al filito
Resurrección
Nos queda un telediario para bailar sardanas
A un observador externo le llama poderosamente la atención que un pueblo tan devoto, católico y festivo como el andaluz pase tan de puntillas por la celebración del hecho diferencial del Cristianismo: la resurrección del venerado como Redentor.
Sin ese acontecimiento, la vida y ... muerte de Cristo hubiera sido una gota en la borrasca de sectas, autoproclamados profetas, iluminados y místicos que han azotado la Historia desde que el Hombre perdió el pelo y ganó el habla. Solo en la época en la que Jesús de Nazaret vivió, pueden contarse no menos de diez líderes espirituales a quienes sus seguidores consideraban «el Enviado». Hay constancia histórica de los siguientes nombres o apodos, en la misma tierra y más o menos en el mismo tiempo: Ezequías, Eleazar Ben Yair, Tolomau, Juan de Giscala, «El Samaritano», «El Egipcio», Jesús hijo de Ananías«, Judas hijo de Ezequías, Judas el Galileo, Simón Bar Giora y el más importante de todos ellos: Apolonio de Tiana.
Sobre todos ellos pueden encontrarse breves reseñas en textos de historiadores romanos contemporáneos (como del mismísimo Jesucristo, cuya existencia y supuesta obra motiva solo dos sencillas líneas en toda la obra de Flavio Josefo). Paralelamente, de muchos de ellos existen relatos transmitidos por sus seguidores (como los propios Evangelios), que refieren visitas celestiales previas a la concepción, revelaciones de divinidad, juicios y condenas, ascensiones al cielo y atribución de milagros.
Sin embargo, sobre ninguno de ellos -ni los anteriores, ni los perturbados y sanguinarios posteriores- han existido testimonios firmes, creíbles y coherentes (por inverosímil que pudiera resultar el adjetivo en una cuestión tan controvertida como esta) que evidenciaran la realidad y cumplimiento de su prédica y, sobre todo, de su esencia divina. De Jesús, sí. Déjenme seguir, se lo ruego.
Se habla, se dice, alguien ha escrito… que hay más de quinientos testimonios que dan fe de la Resurrección de Jesús. Este dato podría parecer suficiente para quien guste de perecear en el dogma de los domingos sin más inquietud o para los lectores del «Para Salvarte» -del bien querido y recordado Padre Loring-, pero resulta evidentemente desacertado para convencer a quien, legítimamente, somo Santo Tomás, requiere certezas.
A falta de certificaciones de tal trascendente suceso, hay que acudir al ordenamiento jurídico actual para obtener la constatación del Hecho. Permitiéndome establecer un paralelismo entre los requisitos que la declaración de un testigo de cargo debe cumplir para ser considerada prueba válida, dicho testimonio debe presentar tres características:
1) Ausencia de incredibilidad subjetiva, que pudieran conducir a la deducción de la existencia de un móvil de interés o de cualquier índole que prive a la declaración de la aptitud necesaria para generar certidumbre. Dense cuenta que, desde la crucifixión de Jesús y hasta trescientos años después, todo el que siguiera sus enseñanzas y proclamara su fe en su resurrección era perseguido, vejado, torturado, martirizado y asesinado cruelmente. Resulta bastante evidente que ningún interés personal podría tener ninguno de los primeros cristianos a la hora de defender -con su vida y aún a costa de la de sus padres, hijos y hermanos- y difundir una verdad que le fue revelada.
2) Verosimilitud, es decir, constatación de la concurrencia de corroboraciones periféricas de carácter objetivo, que avalen lo que dice el testigo. Sobre este punto, no solo coinciden los Evangelios «autorizados» (que no fueron escritos, precisamente, por la misma persona en el mismo momento y lugar), sino que hemos de tener en cuenta que ninguno coincide exactamente con los datos adjetivos, aunque sí en lo sustantivo. Es decir: ¿acaso no habría de sospecharse de un relato idéntico y calcado que declararan los testigos de un suceso? No es el caso.
3) Persistencia en la declaración: prolongada en el tiempo, plural, sin ambigüedades ni contradicciones, como se viene proclamando y defendiendo hasta hoy, a pesar de que la persecución continúa, con riesgo para la vida en gran parte del planeta y para la honra y reputación personal en la parte supuestamente civilizada del mismo, como sucede hoy en España cuando se publique un artículo como este.
Les confieso que, hasta antes de ayer (y no es metáfora), ni mis lecturas, ni las reflexiones mantenidas durante los círculos de retiro a los que he asistido y ni siquiera mis dos experiencias «especiales» disfrutadas en el monte de Medjugorje y en un templo budista de Chiang-Rai, habían mitigado mi cuestionamiento sobre -perdónenme- «eso de la Resurrección». Pero, como los renglones de Dios no van rectos (con permiso de don Torcuato), ha sido una película (de serie «B»), proyectada una tarde de Jueves Santo en la que, sorprendentemente, mi primogénita se recostó pidiéndome que pusiera alguna (un hecho verdaderamente sorprendente), la que me ha desvelado la respuesta.
El filme en cuestión se llama «El Caso de Cristo» y está basada en un hecho real. Háganse un favor y véanla. Si puede ser, en familia. Hoy sería un día perfecto para ello si ustedes vivieran en el Levante, pues celebran como Dios manda -día festivo- la festividad más grande y significativa de la religión bajo cuyo auspicio ha propiciado el desarrollo de la Civilización contra la barbarie.
No como aquí, que somos unos malages y solo jaleamos los latigazos, los clavos y la tragedia y hoy miramos amargados el sol. Nos queda un telediario para bailar sardanas.