Reina de la paz
Unas vacaciones no terminan de completarse si no cuentas a los demás las maravillas que has visto, las risas que has echado y las comilonas que has disfrutado
Unas vacaciones no terminan de completarse si no cuentas a los demás las maravillas que has visto, las risas que has echado y las comilonas que has disfrutado.
Todo eso queda registrado profusamente en nuestros teléfonos móviles y sus infinitos carretes de fácil revelado, ... tan inteligentes que nos recuerdan aquel atracón de cigalas olvidado porque tus sentidos ya se centraban en la fuente de jabalí con crema de cerezas que se está zampando un lugareño al que quieres emular antes de adentrarte en ese castillo en el que no puedes dejar de fotografiarte, cronometrando la visita para llegar a tiempo a una puesta de sol isleña que no existiría sin una bonita foto de perfil -mirando al infinito con intensa mirada- en las correspondientes redes sociales.
Afortunadamente, esas publicaciones instantáneas ahorran esfuerzo y sufrimiento. Lo primero, al viajero que, a su regreso, tendría que verse en el brete de adornar con palabras lo visto y vivido; lo segundo, al doblegado amigo que tendría que pechar con el cuento (y el álbum, el vídeo y aún las diapositivas) sin poder hacer la mueca que la libertad del aislamiento telemático le permite. Así que, lo que podría tacharse como una muestra de presuntuosidad, en realidad cumple una función social de valor fluctuante, según el calibre de banalidad e hipocresía de unos y otros: el mantenimiento de eso que, hoy, llaman «amistad».
El quiebro se produce cuando la maravilla no la has visto, sino que la has sentido; cuando no has reído, sino que te ha desbordado un llanto nacido en lo más profundo de tu ser; y cuando el alimento que te ha hinchado no se puede fotografiar, porque lo ha aprovechado tu alma. Eso fue lo que nos sucedió en nuestra visita a Medjugorje.
Para quien no lo sepa, así se escribe el nombre de un pueblecito -bastante feo y anodino- sito en un valle muy cerca de la ciudad de Mostar, en una esquinita al sur de Bosnia Herzegovina, próximo a la frontera con Croacia. Según se ha escrito, la Virgen se apareció a unos chiquillos el 24 de Junio de 1981 y no ha dejado de presentarse desde entonces, eventos que cursan con multitud de relatos sobre sucesos extraordinarios ocurridos en ese lugar prácticamente a diario.
Dejo a la curiosidad o interés del lector la consideración sobre todo ello. Aquí me limitaré a contar brevemente mi experiencia, como modesto tributo por lo que allí recibí.
El lugar de las primeras visiones se ha denominado «Colina de las Apariciones» y, de forma sorpresiva para mí, se trata de un lugar tranquilo, enormemente escarpado y de difícil acceso. Pero lo extraordinario sucede cuando te adentras en la montaña, sin caminos y plagada de piedras afiladas, rumbo a la cima donde se encuentra una pequeña imagen de la Virgen, en piedra blanca sin cromatismo alguno, y un cristo crucificado en madera color nogal. Si durante el recorrido el silencio solo es interrumpido por tímidos rezos susurrados en pequeños grupos familiares en dulces y desconocidas lenguas, en la cima es absoluto. La gente no se agolpa frente a las imágenes. Hay quien se acerca para rezar arrodillado y quienes permanecen a distancia, acomodados como pueden en alguna roca.
La Paz lo inunda todo. Y a todos. Quien les escribe sintió la imperiosa necesidad de pedir perdón y hacer una petición, que guardo para mí. Mi compañera de vida rompió a llorar, de manera desconsolada. Pero no sabe explicar por qué, como tampoco fue consciente del tiempo que llevaba allí. De lo que sí fuimos conscientes ambos, durante nuestro descenso, es de que un cambio se había producido.
Y no, no fui testigo de ningún suceso paranormal. Aunque posteriormente, en la Iglesia, se nos dio la oportunidad de prestar ayuda precisamente cuando íbamos nosotros a solicitarla. Pero ese es otro episodio.
Que Dios les bendiga.