Opinión
Proyectos
En esta ciudad hemos tardado demasiado en convencernos de que la atención a los parámetros de calidad es la única fórmula capaz de posibilitar que Cádiz reciba el tratamiento que merece
Se ha dado a conocer recientemente un maravilloso y sorprendente proyecto urbanístico que daría un giro de 180 grados a la Punta de San Felipe de Cádiz y que consiste, básicamente, en cambiar de enfoque: sustituir la degradación y el mal entendido «ocio nocturno juvenil» por un complejo con apariencia de alto standing que nada tenga que envidiar a los clubes privados de playa repartidos por todo el mundo. Plan que va de la mano con el -aparentemente definitivo- impulso que se le quiere dar al hotel en Puerto América. Y lo calificaba de «sorprendente» tanto por lo avanzado del proyecto, por la premura que desde la Autoridad Portuaria se le quiere imprimir a su marcha y, sobre todo, porque parece que en los últimos tiempos se está perdiendo el miedo y el complejo a mentar los términos «lujo» y «privado».
En esta ciudad hemos tardado demasiado en convencernos de que la atención a los parámetros de calidad es la única fórmula capaz de posibilitar que Cádiz reciba el tratamiento que merece. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué, siendo la capital andaluza más maravillosa que pueda existir para pasar un verano, nos visita un turismo de segunda o tercera categoría? La respuesta está en los complejos, pero no «turísticos», sino los de la clase política. En particular, los de un Partido Popular que gobernó esta ciudad durante 20 años y pudo cambiar el modelo, relanzándola y situándola en el grupo de referentes, y no lo hizo. Y luego vino lo que vino.
Aquí produce escozores mentar la posibilidad de acotar pequeños tramos de playa que hoteles, restaurantes o negocios de gestión deportiva reserven para sus clientes. No importa que disfrutemos de siete kilómetros de línea de arena y haya espacio de sobra para permitir la creación de puestos de trabajo y riqueza: lo fundamental es que «el cabessa» y «el juaqui» no se molesten porque haya una zona de cincuenta metros donde se prohíba eructar y tirar la sandía roída.
Esa ha sido la consigna hasta hoy: contentar a la masa. Y en ello se ha invertido (y continuará) una cantidad ingente de dinero cuyo destino daría más fruto si directamente se empaquetara rumbo a un vertedero. Un dinero que no solo ahorraríamos, sino que daría grandes rendimientos si dejáramos que la iniciativa privada sacara adelante todas las ideas que la acomplejada clase política no es capaz de impulsar. Ejemplos: gestión de «piscinas naturales» en el paseo marítimo de Astilleros; recuperación del Balneario de La Palma para su uso original, adaptado a los tiempos como «club de playa»; explotación del paseo superior de las Puertas de Tierra por empresas hosteleras que quieran instalar allí algún quiosco, como igualmente en el parque del Pelícano; conversión del Castillo de San Sebastián en el lugar más privilegiado y deseado de España para celebrar una fecha, organizar una convención o visitar una exposición única… Y todos los que se le ocurran.
Para todo eso solo se necesitan dos ingredientes: coraje y amor. El primero, fundamental para soportar los esputos de la chusma; y el segundo, imprescindible para trabajar por el bien y el futuro de una ciudad tan desagradecida como desatendida, tan apagada como genial y tan necesitada de cariño aunque tantas veces deseemos huir de ella.
Ha comenzado una nueva etapa. Igual Bruno nos (me) sorprende, pero mucho me temo que mis cincuenta años y el repaso a tantos planes fulgurantes que solo sirvieron para rellenar páginas de periódico pesan demasiado en el mantenimiento de esta Fe.
¡Ojalá me equivoque! Cádiz no puede perder más barcos.
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