Opinión
El progreso
Todos conocemos el sonido del tortazo cuando, como Truman al final de su Show, nos dimos cuenta del artificio
Hubo un tiempo prolongado en el que, en Estepaís, no había elecciones «libres», según la aceptación generalizada que tenía ese término antes de la irrupción del marido de Begoña Gómez en la política nacional. Durante el Régimen político instaurado por los vencedores de la Guerra ... Civil se creó un sistema electoral con apariencia de representatividad que nombraba a los procuradores en Cortes (lo que serían hoy «diputados del Congreso», sin el lastre de un inútil y costoso Senado) mediante elecciones indirectas entre cargos municipales y sindicales. Y, para elegir a estos últimos, se dejaba una cuota de decisión al «pueblo», que se pronunciaba a través del voto de «cabezas de familia».
No obstante -y a pesar del triple filtro- aquello no evitó que la oposición política al Gobierno le hiciera frente (y en aquella época había que demostrar auténtica hombría para ello, un concepto tan caduco como desconocido para cualquier ministro mampo-tuitero de hoy en día). Ejemplo de ello lo encontramos en las elecciones sindicales de 1966, en Málaga, en las que Comisiones Obreras alcanzó un gran éxito electoral. Éxito que motivó su ilegalización y el encarcelamiento de sus líderes al año siguiente. Y es que ya lo advertía el diario «Arriba» unos años antes, cuando escribió aquello de «el Pueblo sabe que su destino no se juega en unas citas electorales».
Aquella falta de autonomía quiso suplirse, desde un Palacio Real dirigido por un plebeyo (un tipo a quien se le ocurrió ganarse las medallas en combate y no en cuclillas), con un plus de paternalismo patriarcal que se tradujo en seguridad callejera, pleno empleo, seguros sociales, asistencia sanitaria, alquileres familiares protegidos de por vida y la construcción de más de cinco millones de viviendas sociales que pudieron pagarse en una media de ocho años por sus propietarios. Viviendas que solo tenían una placa en cada casapuerta. Sin cámaras, sistemas de humo ni llamada directa a la Policía. Pobres dueños desprotegidos…
Mi generación no ha conocido semejante aberración. Aquella dictadura maliciosa y desfasada terminó cuando apenas salimos de la cuna y, afortunadamente, comenzamos a dar nuestros primeros pasos en la vida de la mano de una serie de señores electos que siempre se han caracterizado por su abnegación y entrega absoluta a unos superiores ideales de bienestar común y a quienes debemos dar las gracias por hacernos partícipes de las ventajas del progreso.
Cierto es que en los primeros lances tuvimos que comprender que la consecución del Nirvana pasaba por fortalecernos previamente. Por eso nuestros conspicuos guías nos dejaron solos frente al caballo, el paro, la suelta de criminales, la garra del mercado y la carga fiscal que conllevaba el mantenimiento de una estructura política que multiplicaba por cuatro la existente en tiempos de nuestros padres a la par que dividía en tres su eficiencia y productividad.
Gracias a ese tesón, España llegó a convertirse en uno de los motores económicos de Europa, se nos permitió vivir por encima de las posibilidades de cualquier alemán e incluso llegamos a tener confianza en quienes decían que velaban por nuestros intereses. Todos conocemos el sonido del tortazo cuando, como Truman al final de su Show, nos dimos cuenta del artificio.
Hoy, damos marcha atrás y volvemos al punto de partida, aunque con matices. El «gobierno de la Gente» se ha encontrado con la desagradable realidad de que la Nación le repudia. Ni aún valiéndose del pucherazo (votos a Junts por toda España, caso digno de estudio para los tripulantes de La Nave del Misterio) han conseguido acallar a quienes no tragan con las estafas, iniquidades y burlas de ese engendro. Y hoy, como ayer, la respuesta es la misma: se tacha a la oposición como «enemiga» y, comoquiera que los rebuznos que se expelen («fachas», «ultras», «nazis» y demás pamplinas) hacen el mismo efecto que a las gaditanas las bombas de los fanfarrones, pasan a la desesperada amenaza de ilegalizar a los que osan ganar elecciones. Como en aquel 1966, ¿recuerdan?
Ahora bien, quizás esto no sea tan malo. Si a la represión le sigue una política económica y social similar a la de antaño, se propician las condiciones para la creación de empleo, se deja de explotar a las familias, se adelgaza la estructura parasitaria, se iguala en derechos a todos los españoles y se aplica la Ley a quien la incumple, es posible que el pobre enfermo enamorado llegue a darse los baños de masas que tanto anhela.
Pero me temo que nada de eso ocurrirá. Porque, al paso que vamos, estos nos van a devolver lo que el de El Ferrol quitó a nuestros abuelos: las alpargatas.