Opinión
Todos seríamos de Podemos
«Siempre ha extrañado a mis propios esa capacidad asombrosa para acordarme de cosas absurdas con una exactitud inaudita»
Tengo recuerdos de mi infancia que se mantienen exactos e inalterables a pesar del transcurso del tiempo y la mayoría de ellos me remiten a momentos insignificantes. Siempre ha extrañado a mis propios esa capacidad asombrosa para acordarme de cosas absurdas con una exactitud inaudita. ... Y, como todo lo extravagante, esa habilidad solo me ha servido para servir de Libro Gordo de Petete en las veladas domésticas, datando todas y cada una de las canciones que aleatoriamente salen de la Alexa de turno, y para contar anécdotas con las que relleno los vacíos que me provoca el hastío a la hora de enfrentarme a la tarea semanal de dirigirme a ustedes.
Evidentemente, no es el cumplimiento del compromiso adquirido lo que me provoca hartazgo, sino la escena política, es decir, la 'actualidad', temática sobre la que mi columna debía tratar, si bien es cierto que circunscrita al ámbito local y en la que yo, poco a poco, he ido columpiándome hacia lo nacional, aprovechando la ventaja de vivir a caballo entre dos realidades tan distintas como son Cádiz y Barcelona.
Y de la contemplación de ambos planos solo soy capaz de llegar a una conclusión: han convertido mi país en un estercolero. Un enorme retrete al que hace mucho tiempo le falló la cisterna y, a falta de fontaneros vocacionales, cada posadera que lo ocupa va descargando su podredumbre sabedora de que la nalga saldrá limpia. Si acaso, la siguiente quedará manchada. Y así hemos llegado al punto en que la porquería ha desbordado la taza, con la complacencia de medio país, que adora al caganer de turno hasta el extremo de usar la escobilla como cepillo de dientes.
¿Qué tendrá que ver esta escatología con la paparda del primer párrafo? Verán, es que en estos días me he acordado de la foto de Felipe González que presidía mi primera librería, compuesta por un diccionario enciclopédico, cuatro o cinco libros sobre ufología, varios tomos de Los Cinco, Los Hollister y Julio Verne y alguna obra «de mayores» hurtada de algún paquete de Círculo de Lectores remitida a mi tío Juan José cuando, ya casado, se olvidó de cambiar el domicilio de reparto. Y, aún aceptando resignadamente que en este punto me hayan asignado el calificativo de «friki», les aclararé el motivo de tan singular decoración.
Sucede que mi madre me llevó al mitin que Felipe González dio en el Pabellón Portillo en la campaña electoral de 1982. Quiero entender que mi progenitora gestante, trabajadora de Tabacalera y sin posibilidad de meter al niño en el club náutico de la época, entendió que aquel podría ser un divertimento. El caso es que me llamó la atención todo aquello y, a la salida, le pregunté a la Pepi qué significaba «ser socialista». Su respuesta, emocionada, fue: «que tú puedas estudiar y ser alguien» (aunque es posible que el sentimiento que le embargara fuera motivado por la tapa de albóndigas en tomate que nos pusieron en el bar Los Lunares).
Así que espero que comprendan que ese niño rarito y sensiblón se hiciera con una foto de Morritos Calientes y la pusiera a presidir aquel mueble-barco de Gayro en el pisito de 45 metros cuadrados de la Avenida Lebón de mi alma.
Como igualmente espero que entiendan que, con el transcurso del tiempo, el conocimiento de las cosas y lecturas más densas que aquellas maravillas de mi niñez, asistiera expectante y esperanzado a la aparición de Podemos en el panorama nacional. No desencajen el rostro: yo trataba de ir más allá de cuanto desvelaban los cinco sentidos y quería creer que una transformación en una España mejor era posible. Y ello pasaba porque ese circo morado finiquitara a la máquina que transformaba los claveles en abono fresco.
Si la mentira y la lepra moral no hubieran corrompido las almas inocentes de tantos estafados, hoy España sería podemita como en su día lo fue franquista. Solo tenían que cumplir su palabra y trabajar para mejorar la vida de sus conciudadanos.
Pero ya ven el resultado. La inmundicia se ha solidificado y ya no hay quien la limpie. Salvo que se use un soplete.
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