Al Filito
El Plan de Marco Aurelio
Somos el más grande ejemplo mundial de sociedad practicante del estoicismo, gracias al cual mostramos una enorme capacidad para aguantar la torsión y el estrangulamiento
El estoicismo está de moda. Desde hace algún tiempo, los escaparates de las librerías nos muestran re-ediciones de las obras de Marco Aurelio, manuales para la serenidad, la auto-disciplina y la mejora personal. En caso de que sea usted oyente de radio digital ... o podcasts, encontrará cientos de programas que le reportarán claves para la felicidad, pautas de ayuno, estrategias de productividad y todo tipo de meditaciones y relatos basados en el pensamiento de Zenón, Heráclito y Epicteto. Una corriente filosófica que, en síntesis, viene a enseñar que carece de sentido que nos preocupemos por nada o que sintamos angustias o frustraciones, puesto que cuanto sucede no puede ser de otro modo.
Según este pensamiento, la idea más inteligente es aceptarlo todo tal y como llega, viviendo el presente sin preocuparnos por el pasado ni ocuparnos del futuro. Para disfrutar de todos sus beneficios, debemos permanecer imperturbables ante cualquier acontecimiento, olvidarnos de lo que ocurre en el mundo, centrarnos en nosotros mismos y dejarnos llevar, sin expectativa alguna, confiando en aquel (o aquello) que nos dirige.
Pensaba en todo este movimiento durante mi último viaje. El calentamiento de cabeza comenzó cuando me bajé en la estación de Córdoba para tomar el enlace que me traería de vuelta a Cádiz y del que se anunció por megafonía que llevaba retraso. Me encontraba en pleno andén, de pie, no solo por ganas de estirar las piernas después de las primeras cuatro horas y media de trayecto ni porque los escasísimos bancos de frío metal estaban ocupados, sino porque la próstata me suplicaba que buscara una alternativa a la evacuación inmisericorde. Subir la larga rampa y entrar a la zona de servicios de la estación no era una opción. El retraso era indefinido, portaba dos maletas y, siendo consciente de las cotas de fiabilidad de este 'servicio público', lo último que me apetecía era perder el tren.
Para distraerme, entre saltito y saltito, me fijé en lo que, por desgracia, pasa ya desapercibido a los ojos de cualquier paisano. Las poquísimas papeleras existentes estaban atestadas de basura. Eran solo las dos y cuarto, al día le quedaban muchas horas por delante y el trasiego en esa zona era muy puntual. Solo podía suceder dos cosas: todos los enlaces anteriores sufrieron retrasos (y multitud de pasajeros, consumidores compulsivos, se vieron obligados a ocupar los andenes durante largo tiempo) o no existía servicio de limpieza que mantuviera las instalaciones con un mínimo de decencia.
Supuse inmediatamente que se trataba de esto último cuando mi mirada comenzó a vagar hacia las alturas, a esas enormes cristaleras que, opacas por mor de la porquería incrustada, no han conocido una escobilla desde la inauguración. El óxido de las vigas y las juntas, las columnas desvencijadas y el deplorable estado de un edificio desmedido, absurdo, gigantescamente inútil. Traté de calcular cuánto habrán trincado los listos que convencieron a los golfos para que se construyeran esas faraonadas sin sentido, unos edificios mastodónticos cuyo planteamiento de coste de conservación está al alcance de cualquier ministro de transporte. No hace falta ser un Premio Nobel.
Luego está tren. Recuerdo cuando uno podía ir trabajando cómodamente, relajarse en la cafetería... Hoy es imposible teclear o centrarse en una pantalla y la deambulación por los vagones es un deporte de riesgo. Las vibraciones y el traquetreo son impropios de unos supuestos milagros de la ingeniería, del siglo XXI y del coste de sus billetes. Hoy, el AVE es una tartana a precio de lujo. Según oí hace poco en el programa de Alsina, no se gasta un céntimo en mantenimiento y ese es el resultado.
No son pocos son los textos que señalan que, lo que venimos sufriendo en nuestro país, desde que aquél nos dejó solos, es un enorme experimento sociológico. Somos el más grande ejemplo mundial de sociedad practicante del estoicismo, gracias al cual mostramos una enorme capacidad para aguantar la torsión y el estrangulamiento y disfrutamos de los orines con la que graciosamente se nos rocía a diario, asumiéndolo como inevitable, contemplando cómo se juega con nuestra vida, nuestro dinero y nuestro futuro sin que salgamos a colgar a los regantes de las catenarias y les anudemos la manguera.
Más que una moda, sospecho que esta tendencia zen está siendo inducida por quienes manejan los hilitos. Nos quieren ajenos al mundo, quedos, conformes, ausentes, manejables... «No tendrás nada y serás feliz», como defienden quienes lucen en la solapa el esfínter multicolor.
Habrá que cerrárselo. El plan, digo.