Perfidia
Inclinamos la cerviz cuando caen peniques y nos afanamos con denuedo en la contratación de profesionales multilingües para atender debidamente a quienes no tienen el decoro de aprender siquiera a decir «gracias» en la lengua de Cervantes cuando pisan su suelo
Al mando de 1.780 soldados, más unos 500 milicianos y lo poco que pudo reclutar entre la guarnición herida o enferma, se enfrentó a una flota de 180 barcos cargados con 2.000 cañones y 30.000 filibusteros enviados por Jorge II, Rey de ... Inglaterra, para arrasar Cartagena de Indias, hundir el Imperio Español e imponer su Ley en toda América. Pero les venció. De hecho, les produjo tal destrozo que los hijos de la Gran Bretaña tuvieron que replegarse para defender su islita y seguir explotando sus colonias, olvidándose así de nuevas aventuras hispanas, no fuera a ser que a nuestros tatarabuelos les diera por emular a su almirante y terminaran enseñando a los lores las bondades de un baño diario.
Aquel hombre se llamaba don Blas de Lezo y Olavarrieta. Y gracias a él la América Hispana siguió siéndolo durante varias décadas más. Lo que se tradujo no solo en el mantenimiento de nuestra lengua y el engorde de los Borbones, sino en la propia existencia de los americanos, cualesquiera que fuera su lengua, religión o modo de colocarse la pluma sobre la cabeza. Porque, si los planes de Su Graciosa Majestad se hubieran cumplido, no hubiera quedado ni un solo indio o mestizo vivo entre Panamá y Tierra del Fuego (solo basta mirar al Norte) y los criollos habrían sido esclavizados o, en el mejor de los casos, considerados ciudadanos de tercera para el Imperio Británico. No les cuento el destino que hubieran tenido las criollas, que hay que ser inclusivo hasta en lo más delicado.
Tirando largo, podríamos decir que la gesta de don Blas sirvió para que los padres de Simón Bolívar, José de San Martín y otros de la misma ralea pudieran haber continuado con su vida y fructificarla engendrando a quienes empaparían su espada con la sangre de aquellos que les dieron mando en plaza. Por una razón u otra, el hecho es que don Blas es venerado en Colombia e ignorado en España. No sorprende: aquél, como tantos otros, es un país noble y aquí gustamos de erigir estatuas a traidores, construir plazas y colegios en su honor o, directamente, nombrarlos presidente de gobierno.
Viene a colación la perorata porque dio la casualidad que el pasado siete de septiembre fue el aniversario de su muerte. ¿Usted se enteró? Sin embargo, apuesten a que cualquier aspirante a ministro de igualdad conoce al milímetro los detalles del embalsamamiento de Isabel II, el protocolo de sucesión real y la marca de bastoncillos de algodón que usará Carlos III. Que somos la pandereta de medio mundo es un hecho constatado desde que se nos impuso desmantelar nuestra industria, primero; la agricultura, después; y, finalmente, los trenes reventados sin tiempo para investigar la verdad. Justo cuando España cobraba relevancia de nuevo. Y el respetable, como puta en misa.
Ponemos alfombras rojas para que los catetos tomen carrerilla al tirarse del balcón. Inclinamos la cerviz cuando caen peniques y nos afanamos con denuedo en la contratación de profesionales multilingües para atender debidamente a quienes no tienen el decoro de aprender siquiera a decir «gracias» en la lengua de Cervantes cuando pisan su suelo. Pero ¡ojo!: que tampoco saben decir «gràcies» en la tierra de Pompeu y allí se les escurren las enaguas como aquí cuando oyen un «Good morning».
Lo último ha sido la declaración de luto oficial por el fallecimiento de una extranjera, monarca de una nación con la que –seamos diplomáticos– mantenemos cierta distancia sentimental, en dos regiones de nuestro país cuya significancia hace el acto aún más surrealista: la capital del Reino y Andalucía, donde sufrimos la mancha de Gibraltar y aún pueden observarse los agujeros de bala del último asalto pirata en el Arco del Pópulo de Cádiz.
Al final, van a tener razón los de la revista y merecemos llamarnos 'Mongolia'.