Opinión
Parienta del Cabesa
Esta pasada Semana Santa, lamentablemente, he contemplado cuán oscuro es el abismo en el que esta ciudad ha caído
«Ansío la venida del Domingo de Ramos y reencontrarme con la explosión de sentidos que me transportan a la patria de mi felicidad: mi niñez. Pero cuando llego a la Plaza de San Juan de Dios y contemplo el ambiente, se me pasa».
... Lo anterior es una grosera auto-cita. Se trata de una de esas frases -que tantas amistades me granjean- que publiqué hace años en una de mis redes sociales, muchísimo tiempo antes de que siquiera apareciera un alcalde identificado por un mote en ninguna pesadilla; y quien suscribe ya aventuraba una deriva pronunciada hacia las profundidades. Poco después expuse que «en un futuro no muy lejano, en Cádiz estará mal visto lucir todas las piezas dentales», para culminar cambiando lo de «Señorita del Mar», como nombró Pemán, por el título de este artículo.
Esta pasada Semana Santa, lamentablemente, he contemplado cuán oscuro es el abismo en el que esta ciudad ha caído. Tan profundo, que sinceramente pienso que cualquier intento de rescate está destinado al fracaso. Cádiz se dirige -con piloto automático- a otra época de oscuridad e insignificancia absoluta similar a la que alguna vez ha sufrido en su larga historia. Pero esta vez no se deberá a ninguna invasión guerrera, un cambio geoestratégico o una revolución en el transporte de mercancías. Hoy el enemigo está dentro y es quien más le pregona su amor, como Judas.
Miren, no se trata de que se defienda la carga frente al costal, el chándal frente al traje o se identifique a la cangrejera como una insignia nacionalista. Ni siquiera entra el juego el debate sobre las sillas de playa atadas en la calle Jabonería. No seamos hipócritas. Si esa escena la contempláramos en un viaje por Esmirna, la subiríamos a Instagram con algún selfie denotando buenrollismo. La cosa tiene otro fondo y el mismo se encuentra en casa. El niño que ocupa una silla de carrera oficial y se dedica a palmotear y molestar al paso de una cofradía de negro -por poner un ejemplo- carece de un padre que le indique que ese comportamiento no es adecuado. Y no me refiero a la carencia física, porque el interfecto suele encontrarse en ese momento en la peña de turno eructando su tercera cerveza o, en el «mejor» de los casos, junto a su retoño devorando un paquete de pipas sin bolsa para cáscaras mientras reta a su compradre, a voz alzada, que el año próximo «carga por cojones» al cristo que se aproxima (con adornos que les ahorro leer).
Y ese es el germen del resto de males que destruye cualquier sociedad: la ausencia de educación y del sentido del decoro. A partir de esa carencia nuclear, la escalada es progresiva y, en una sociedad como la actual -en la que desde los poderes públicos se ensalza la vulgaridad y se hace creer que lo feo, amorfo, arrabalero y hortera es «lo normal»-, crítica. Por eso no debe extrañar qué ambiente se respira en el interior y aledaños de la Plaza de Candelaria, que un Cuerpo de Respeto mastique como si tuvieran cuatro compartimentos gástricos o que tengamos el equipo de gobierno que el Regidor Perpetuo nos ha proveído.
Aunque esto no tiene nada que ver con la política local, pues es un hecho que la configuración de nuestro Ayuntamiento es, al día de hoy, fiel reflejo de lo que se ha convertido esta ciudad y no al contrario. Y también es cierto que en todos sitios cuecen habas, pero tampoco se trata de compararse con los demás, aunque el deporte cantonalista por excelencia sea el de la compulsación superlativa a pesar de no conocer más frontera que la del Río Arillo.
Se trata, simplemente, de ser y existir de manera que los demás quieran parecerse a nosotros. O mejor aún, unirse. Y no hablo del Domingo de Coros o de un fin de semana en apartamento turístico, sino de Futuro. Algo a lo que Cádiz parece haber renunciado.
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