Opinión

Al paredón

Con mi compañero de pupitre he tenido intermitentes discusiones a lo largo de los años por mor de los distintos enfoques y balanzas con los que manejamos la vida

Sucedió el lunes pasado. Un antiguo compañero de colegio, profesor de instituto, reconocido autor de agrupaciones carnavalescas en su pueblo adoptivo y sensible poeta (y, lo que egoístamente más me enorgullece: aún amigo) colgó en redes sociales un mensaje que una «carnavalera» publicó sin ni ... siquiera dejar enfriar el cadáver de la pobre mujer asesinada el anterior fin de semana.

Venía a expresar aquel texto la indignación que le producía a su autora el hecho de que haya agrupaciones de carnaval que mantengan como componentes a quienes hayan cumplido condena por delitos de «violencia de género», aun tratándose de casos bien y públicamente conocidos. Le faltó poner nombres y apellidos. Datos que, sin duda, hubiera incluido de tenerlos a mano en ese momento de furia y arrancamiento de careta.

Me explico: ni mi amigo, ni la persona que escribió semejante destemplanza (por cuanto pude leer de ella: violetista irredenta), ni una enorme mayoría de los abonados a las tablas y las colas del Falla son sospechosos de ser calificados como «ultraderechistas», según hemos podido deducir de sus letras, declaraciones y apariciones públicas durante la última década.

Así que, perplejo, escribí un comentario al pie de la publicación, dirigido a mi camarada, que decía así: «¿Ahora estás en contra de la reinserción de los presos?». Lamentablemente, no lo entendió.

Con mi compañero de pupitre he tenido intermitentes discusiones a lo largo de los años por mor de los distintos enfoques y balanzas con los que manejamos la vida. Ambos nos tenemos perfectamente medida la cojera y, mediante un pacto tácito, hace tiempo que nos limitamos a leernos mutuamente y expresar de forma escueta nuestra opinión, sin ahondar, temerosos de que esa larga fraternidad se quiebre por culpa de quienes nunca nos van a dar de comer. Por eso creo que se sorprendió con mi interrogante, tanto como yo lo hice con su falta de comprensión.

Verán: mi amigo se considera «progresista» y, sin ambages ni pudores de ningún tipo, de izquierdas. Le horroriza cualquier planteamiento de los que expongo en esta columna desde hace tres años y, si leen su prolija obra, creerán estar ante una pluma libertaria de los años treinta. Sin embargo, se hizo eco de uno de los comentarios más reaccionarios que pueden darse: que un delincuente quede condenado de por vida por lo que ha hecho, a pesar de haber cumplido la pena impuesta por la ley. Que deambule como un despojo repudiado hasta el fin de sus días sin redención de ningún tipo.

Si ese es su verdadero sentir (y el de quienes claman por injusticias vestidos de fantasía), ¿por qué votan a quienes reducen las penas a los violadores? ¿Por qué acuden a los «círculos» donde se pide amnistía para los presos? ¿Por qué no reaccionan cuando se suelta a un valiente gudari asesino de niños? ¿Por qué aplauden a quienes indultan a ladrones y malversadores? Y, lo peor de todo, ¿por qué tachan a quienes pedimos que se cumpla la ley en todos los casos, sin excepción? Al fin y al cabo, estos últimos siempre seremos menos radicales que aquella que deseaba la putrefacción social para quienes ya han pagado su crimen.

A mí no me tienen que convencer. Si de este firmante dependiera, los criminales tendrían serios motivos para preocuparse por su destino. Pero como soy un mindundi, solo puedo hacer sugerencias dentro de mi pequeño mundo.

Una de ellas es que se aclaren las ideas y salgan cantando un pasodoble pidiendo paredón mientras señalan a un componente. O ¡qué se yo!, solicitando la retirada del nombre de un colegio.

A ver si ganan el primer premio.

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