AL FILITO
No en mi nombre
Hoy, esta izquierda descentrada, ignorante y engreída premia el asesinato y la violación de chicas universitarias a manos de salvajes de rezo en estera
En cuatro días hará un mes que falleció la periodista Victoria Prego, recordada por quienes formamos parte de la generación nacida en los setenta por su monumental serie documental sobre la Transición. Corría el verano de 1995 y la noche de los domingos se llenaba ... de contenido gracias a una Televisión Española dotada de una calidad inimaginable para los actuales esbirros públicos del Poder.
Vivimos, los de mi quinta, una adolescencia falsamente arcádica en los años ochenta. Pasamos los cursos y las etapas haciendo el indio y lo que nos diera la gana, guiados por una serie de espantapájaros que idolatrábamos porque no queríamos más que evadirnos de lo que acontecía alrededor. Fuimos la primera hornada que crecimos y nos educamos «en democracia», aunque eso, en la práctica, solo significara que -en los callejones de mi barrio y en el patio de mi colegio- tuviéramos que sortear problemas que, en forma de jeringuillas, navajas, robos y desolación, eran desconocidos en nuestro país antes del fallecimiento del tirano culpable de que nuestros padres tuvieran casa, trabajo, seguridad y confianza. A medida que nos hacíamos mayores y crecían nuestras inquietudes -a la par que nuestra enorme satisfacción en el sistema-, comenzamos a fascinarnos por lo que sucedió en España en aquellos tiempos -los de la Transición- en los que dormíamos en la cuna y, sobre todo, por la personalidad de los protagonistas de aquella época: políticos de uno u otro signo a quienes, por su grandeza y entidad, identificábamos con aquellos «pro-hombres» tan mencionados en los libros de Historia. Y la serie de la Prego nos pegó al televisor, ávidos de conocimiento, haciéndonos sentir orgullosos de pertenecer a un país cuyos gerifaltes fueron capaces de lograr lo que jamás, hasta aquel entonces, se había alcanzado en el Mundo.
Fue mi generación la responsable de los dos grandes vuelcos políticos que se han experimentado en España desde la llegada al poder de Felipe González. El primero, en 1996, en unas elecciones que supusieron la caída del partido de los cien años de honradez tras catorce de mayorías absolutas, crímenes de Estado, escándalos de financiación ilegal, expolio de fondos públicos, récords de paro y mangoneo a manos llenas. Gracias a tantas y tan variadas experiencias, vividas en primera persona y en tiempo real desde que adquirimos uso de razón, nos dimos el gusto de aprovechar nuestra mayoría de edad para aupar a la Moncloa a un José María Aznar a quien se le concedió que hablara catalán en la intimidad por necesidad, pero al que no se le entendió cuando, adquirida la mayoría absoluta en su segundo mandato, olvidara los principios reformadores del Estado que llevaba como santo y seña de su programa de gobierno.
El segundo vuelco se produjo por omisión y trajo como consecuencia la defunción del bipartidismo. La vergüenza absoluta que causó el plasma de Rajoy -y su traición a esas clases trabajadoras que conformaron la alfombra que pisoteó en su ascenso al Poder- produjo una espantada épica. Una suerte de exilio en el desierto en que el algunos han encontrado un oasis (Vox) y otros han fenecido siguiendo algún espejismo (Ciudadanos), mientras todos cuentan con el común denominador de no querer volver a votar jamás a un partido que solo conserva el «popular» porque no puede permitirse una refundación honesta.
El resultado de todo eso: una absoluta degeneración política. El desencanto llevó a la rebeldía y ésta al odio. Si las instituciones estaban podridas, lo que vino después a ocuparlas supuso una auténtica infestación. Entró a gobernarnos una morralla sin más norte que el blindaje de sus riñones incólumes. Un colchoncito que se ve más cubierto cuanto más se obedecen consignas que ahondan en la destrucción del Estado y de todos los basamentos que tanto trabajo costó levantar por gentes que, pudiendo elegir otro destino más provechoso, optaron por entregar su vida y su obra en pos de un futuro de concordia y estabilidad para todos.
Hoy, la izquierda española no representa al obrero que madruga para sostener este país, sino al niñato que odia a España, al separatista que nos escupe, al invasor que nos agrede, a una secta de multimillonarios subvencionados y a cualquier grupo criminal que atente contra los principios fundamentales de cualquier Estado de Derecho.
Hoy, esta izquierda descentrada, ignorante y engreída premia el asesinato y la violación de chicas universitarias a manos de salvajes de rezo en estera. Una horda que lapida adúlteras, cuelga a homosexuales y promete, a quien mata indiscriminadamente, una gloria consistente en disfrutar de setenta y dos vírgenes a cielo abierto. Y ante todo ello, se mantiene la boca cerrada. Como si estuvieran en misa.
Una izquierda que, de manera miserable, dice actuar en nuestro nombre y sentir al reconocer un estado cuyos héroes son alimañas terroristas, convirtiéndonos a todos, por el simple hecho de compartir pasaporte con esta ralea, en indeseables. Y yo solo puedo desear que, en mi nombre, alguien deposite esta basura para siempre en su justo contenedor. Uno que no de lugar a futuro reciclaje.