Mis mejores deseos
La pereza nos ha terminado emborrachando de desidia y nos ha hecho perder el sentido de la consideración hacia el prójimo
«No contesto audios». Basta con que se exprese ese «estado» en el perfil del famoso whatsapp para que nadie lo respete. La pereza nos ha terminado emborrachando de desidia y nos ha hecho perder el sentido de la consideración hacia el prójimo, al que ... vemos como un mero objeto fabricado para nuestro uso exclusivo.
Ya no nos conformamos con llamar a la hora que se nos antoje al desdichado que nos dio –alguna vez, en algún sitio, en un momento de debilidad– su número de teléfono personal sin pensar que puede tener la mala costumbre de comer, dormir o atender a su familia, ni con exigirle que nos conteste de inmediato el mensajito, el correo electrónico o el comentario dirigido a través de cualquier red social. No. El nivel de abuso ha llegado al extremo de pretender obligar al otro a mantener una conversación mediante intercambio de grabaciones, de inmediato y de forma satisfactoria a sus cuitas, alcanzando el paroxismo cuando uno le propone al otro que hablen directamente y es contestado… con otra grabación.
La gente se ha vuelto temerosa e insegura ante la perspectiva de una conversación personal; y no digamos ante una entrevista cara a cara. Nos refugiamos tras un teclado que usamos como parapeto pensando que oculta nuestras carencias cuando realmente las desvela de forma inmisericorde. Y no digamos ya si se trata de demostrar nuestros sentimientos al prójimo, sea o no próximo. Ahí sale a la luz nuestra hipocresía y, en el peor de los casos, nuestra ausencia absoluta de empatía, que se muestra más atroz cuanto más rimbombante sea el mensaje a trasladar.
Durante estas Fiestas he querido hacer un pequeño e inocuo experimento casero: el de no enviar ninguna felicitación, a nadie, por ningún medio; y aguardar las que lleguen.
La idea surgió el día de mi cumpleaños. A pesar de ser una fecha muy especial, por el tamaño del taco de almanaques coleccionados y por el carisma de la cifra, solo recibí la llamada de tres personas. A través de una red social, decenas de felicitaciones (gracias, sobre todo, a la magnífica agenda que controla y sus recordatorios). Y bastantes mensajes de whatsapp de gente que, a pesar de la evidencia de contar con mi número de teléfono, prefirió cumplir el expediente despachando cuatro emoticonos con besitos y corazones en lugar de pasar el trance de oír cómo me sentía ese día y temer que mi respuesta se alejara bastante del estado de ánimo que refleja una carita sonriente.
No señalo ni juzgo a nadie. Yo mismo he repetido el esquema durante mucho tiempo, sumándome a la corriente de desinterés. Pero cuando el asunto te toca de manera especial, te duele y te hace reflexionar sobre aspectos en los que no habías recaído antes.
Así que, durante estas Navidades, no he iniciado ni un solo intercambio de deseos, aunque, por supuesto, he contestado a todos los que han tenido a bien acordarse de este humilde servidor. Es decir, he puesto en práctica aquella vieja sospecha de saber quién no estará si no lo estás tú primero.
Y el resultado ha sido desolador. Solo he oído la voz, al otro lado de la línea, de dos personas. Y la invitación a vernos un rato, con entrega de regalo incluida, de una sola. He recibido, gracias a Dios, numerosos mensajes. Pero, ¡ay!, solo unos pocos, muy pocos, han iniciado la dedicatoria con mi nombre y expresado unos deseos dirigidos expresamente a mis circunstancias personales y familiares. La mayoría se trataba de reenvíos, copiados en lista de distribución o impersonales (memes, gifs, vídeos…).
Todo ello me conduce a tener un propósito para este año: abandonar las redes sociales y la desidia. Ser mejor persona, amigo y pariente. No quisiera que nadie, de entre quienes se supone que quiero, volviera a pasar una fecha señalada leyendo mensajitos repetidos.
Ahora bien, si llega el día y el aludido no recibe mi llamada… Es bien libre de borrarme de la agenda. ¡Feliz Año Nuevo!