AL FILITO
De ilusiones se vive
Todos tenemos en mente uno o varios de esos lugares que disfrutan la combinación de belleza natural, opulenta historia presente en monumentos y obras de arte, exquisita gastronomía y habitantes (o gestores) con la inteligencia suficiente para sacar partido a todo eso
Hay ciudades afortunadas. Todos tenemos en mente uno o varios de esos lugares que disfrutan la combinación de belleza natural, opulenta historia presente en monumentos y obras de arte, exquisita gastronomía y habitantes (o gestores) con la inteligencia suficiente para sacar partido a todo eso, ... utilizándolo como recurso económico y sin quejarse por disfrutar de sus réditos. Y no es necesario hacer ningún trasbordo aéreo, pues encontramos ejemplos bien cerca. Piensen, por ejemplo, en Granada.
Nada hay que decir sobre la Alhambra y el Generalife, salvo destacar el maravilloso estado de conservación y mimo en el que los encuentra quien se gasta unos cuarenta euros en la entrada adquirida meses antes para visitarlos. Pero, ¿qué me dicen del Sacromonte? Un arrabal, convertido por obra y arte de la ojana en un lugar imprescindible para cualquier turista que se precie de haber estado en la capital del Darro. ¿Y el ambiente universitario? Propio de cualquier lugar que haya sabido mimar una mina como esa.
Y tratando de minas, vamos a la de oro, en su Sierra Nevada. Un paraíso invernal férreamente dirigido y explotado, en monopolio, por una empresa «pública» que solo muestra simpatía cuando algún portavoz aparece en los medios de comunicación cada inicio de temporada anunciando -cada año- maravillosas novedades y máxima ilusión porque cada vez más andaluces disfrutemos de la nieve, mientras nos cruje más de 50 euros por día si acudimos a la llamada de la sonriente relaciones públicas. Sin piedad ni derecho a devolución, aunque diez minutos después de abrir la estación llegue una ventisca que la cierre.
Súmele el precio del equipo de esquí, el del aparcamiento «público» más propio del Barrio de Salamanca (en cuya zona azul he visto a grúas y policías menos eficaces que la reducida plantilla del Ayuntamiento de Monachil) y el bocadillo de lomo a precio de tarta de San Marcos en la plaza veneciana del mismo nombre. Y no le digo ya si decide quedarse el fin de semana en un apartamento u hotel. Ahora bien, si usted no quiere ceder a la legalizada coerción, puede pasar una entretenida jornada revolcándose en el lodo mezclado con agua nieve de alguna «hoya» de acceso libre y gratuito. Y todos tan felices en la foto, porque a nadie se le ocurre decir que «la nieve es de todos».
Trasladen ahora el esquema a nuestro Cádiz. Tenemos barrios con solera en los que se podría actuar de algún modo que resulten más atractivos y, sobre todo, atrayentes, para quienes vienen buscando autenticidad, pero no reñida de belleza y compostura, en su más amplia acepción. En lo que respecta a la Universidad, llevamos años aburriéndola, en lugar de volcarnos con ella (edificios, facilidades, apuesta decidida para que dé un salto de calidad). Y no tenemos nieve, no; ni falta que nos haría si nos quitáramos los complejos y las legañas del populismo y convirtiéramos nuestro increíble cinturón marítimo en una factoría de entretenimiento, ocio y deporte que reportara riqueza y empleo al vecindario (defensores del chorlitejo incluidos).
¿Se imaginan la Barriada de la Paz transformada en un gigantesco club náutico? ¿Durarían mucho los lamentos de quienes se verían privados del goce de la pesca de lisas mojoneras? El tiempo justo de verse colocados en una empresa de servicios, mantenimiento o restauración a «tutiplén». ¿Alcanzan a dimensionar qué le sucedería a esta ciudad si, en lugar de ver ocupadas todas sus playas por mesas llenas de tupperwares con filetes empanados esa misma mañana en Écija, se reservara alguna zona del inmenso arenal para la instalación de empresas de vela, surf, parques marinos o clubes de playa?
En cuanto a joyas universales, evidentemente no tenemos nada que llegue a la altura de un geranio de los jardines del Generalife, porque no queremos. Albergamos el segundo teatro romano más grande de España, solo superado por el cordobés. ¿Conocen ustedes Mérida o Cartagena? Pues el nuestro es más grande. Pero, en lugar de actuar como se haría en cualquier otro lugar del mundo, aquí se deja enterrado entre construcciones de escaso (o nulo) valor y desidia política de uno u otro signo.
Y resulto repetitivo, pero no deja de voltearme la cabeza lo mucho que se podría hacer con nuestros castillos si viviéramos en algún punto geográfico que hubiera dotado a nuestros políticos de más coraje y menos servilismo. Ese islote de San Sebastián, enorme mascarón de proa para la ciudad que hoy en día es un cadáver... ¿No ven allí una auténtica Isla … Mágica? Yo sí. Pero también veo a un alcalde pusilánime poniendo trabas a alguien decidido a invertir y sacar a esta ciudad de su letargo.
No importa cuándo lea usted esta columna.
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