Opinión
Ganando puntos
También he tenido la suerte de alejarme de la política gracias a ese «bordillazo» del que les hablo
Detesto la hipocresía. No puedo con ella. Es una tara que me acompaña desde que nací y la razón del granjeo de tanta antipatía en casi todos los lugares que he pisado. La mayoría, sembrados de césped artificial. Y, como una especie de alergia, me ... provoca un sarpullido anímico cada vez que detecto una. Una reacción, relativamente violenta en tanto que visceral, que solo arrastra una consecuencia: aparecer en sociedad como un antipático -en la mejor de las ocasiones- y como una persona tóxica, en la peor; esto es: cada vez que el hipócrita influente de su entorno me ve aparecer.
Ese defecto, sin embargo, me ha regalado beneficios a lo largo de mi vida. Sobre todo, analizándolos con la perspectiva que me da la cincuentena. A saber: me quedan muy pocos amigos. Esto, que podría resultar contradictorio con el enunciado del párrafo, no lo es desde el punto y hora en que he hecho realidad aquello de contarlos con los dedos de una mano y, sobre todo, saberme seguro de su lealtad y su autenticidad. Y no es poco, créanme aquellos lectores -si los hay- que aún no han llegado a la edad provecta desde la que cuento batallas.
También he tenido la suerte de alejarme de la política gracias a ese «bordillazo» del que les hablo. Tres veces, tres, me he aventurado en esa plaza y, gracias a la reacción enfermiza que la mentada hipocresía me ocasiona, en cada una de las corridas he terminado haciendo un desplante con la triste sensación de certificar que ciertos eran los toros.
Sospecho que el lector, en este punto, necesitará algún tipo de explicación sobre los tres pares de cuernos lidiados, pero para eso precisaría de una licencia especial de mi paciente y abnegado director. Esta columna solo albergaría el preámbulo.
Es evidente que también aquella aversión me ha irrogado perjuicios. Si no fuera por ella, ahora mismo podría estar enchufado en una administración pública popularmente conocida por su generosidad a la hora de ampliar su plantilla, por ejemplo. O podría haber permanecido a la sombra (tranquilo y cobrándolo bien) de aquel -de cuyo nombre no quiero acordarme- que abrazaba farolas sobre las que orinaba en cuanto alumbraban para otro sitio.
En cuanto a mi carrera profesional, no crean que me ha perjudicado tanto. Todos tienen su público y el mío, por regla general, busca a quien le diga que lo que es, es; y huye del engaño.
En realidad, toda esta prosopopeya ha ocupado más espacio del esperado y aún no he desarrollado el título de este artículo. Así que me como el punto y aparte y les digo que, precisamente por ese «toquecito» que tengo de nacimiento, cuando llega el carnaval solo me gustan las chirigotas. Puedo ver -con reservas- la actuación de algún cuarteto y, desde que disfruté del privilegio de salir en la batea de Luis Frade, tengo tanto respeto por el trabajo que supone la puesta en escena de un coro y tanta admiración por tratar de escenificar cada año el amor incondicional hacia Cádiz, que no me atrevo a descalificar a ninguno.
Por eso me retuerce las tripas oír un pasodoble «sentío» escrito por una «vaca sagrada» de mi edad, con mi formación y, sobre todo, con el mismo acceso a la información, que reprocha a los jueces la excarcelación de violadores cuando sabe perfectamente que la responsabilidad de que tantos malnacidos campen por sus anchas acosando a nuestras hijas (no se si él las tiene) solo corresponde a un presidente del gobierno incalificable, cobarde y embustero, incapaz de cesar a una inútil por mor de no perder el sillón.
Pero, claro, escribir y cantar la verdad exige cambiar de pose. Se necesita abandonar la de ojitos encogidos y sonrisa de «güena gente» con la que agradar a quienes te van a puntuar. Y con las cosas de comer no se juega.
Al fin y al cabo, de esto se trata. De digerir lo que sea, mientras se gane.