Fachas y coca

La partitocracia ha convertido un noble servicio ciudadano en una rentable salida profesional

Forma parte del acervo cultural patrio una máxima, injusta como cualquier otra generalización, que cataloga como sinvergüenzas a quienes ejercen la política, cualesquiera que fueran las siglas, colores o estafas que esgrimieran en su camino a la cima; o, todavía más injusto, con independencia de ... los logros y mejoras que su gestión hubiera facilitado para la ciudadanía, si así fuera el caso. Es lo que tiene la partitocracia, que ha convertido un noble servicio ciudadano en una rentable salida profesional. Y, como para progresar en ella no se exige más mérito que dominar el arte de la recepción indiscriminada de todo tipo de fluidos éticos -o sin-, quienes alcanzan posiciones relevantes en dicha carrera sufren el estigma de ser considerados socialmente de aquella manera, aunque fuera de forma desmerecida.

De un tiempo acá, sin embargo, se aprecia cierta diferenciación de bandos a la hora de lanzar esa descalificación. Es España, no se podía esperar otra cosa.

Por un lado, tenemos una derecha sociológica tremendamente crítica con la clase política y, especialmente, con los «suyos», a quienes acusan de una defraudación continuada y una persistente renuncia a los principios que se decían defender mientras se estaba en la oposición y se traicionan sistemáticamente cuando se alcanza el poder. Es lo que Federico Jiménez Losantos bautizó una vez como «maricomplejines» o «la derechita cobarde» y cobró cuerpo cuando estuvo de la mano de Aznar –o del tal M.Rajoy, quien quiera que fuese– poner coto al chantaje regionalista y a la desigualdad de derechos y obligaciones que sufrimos en España según nuestro lugar de nacimiento desde que se dio sepultura al Generalísimo. Y, en lugar de actuar, Mariano se fue al bar mientras se preparaba el atraco.

Para este grupo sociológico, sinvergüenzas son tanto la ministra que sorprende con su imbecilidad a la hora de declarar que desconocía la existencia de un «jaguar» aparcado en su garaje como el perroflauta que se aprovecha de la debilidad de un miserable aferrado al sillón para comprarse un chaletón y colocar a cuatro indocumentadas de infinitas tragaderas. Lo son tanto un alcalde adicto a las bajas laborales como una infanta de España que nada sabe, aunque sea la lista de la familia. Y, consecuente en alto porcentaje, traducen ese descontento en una migración del voto. Por eso cobró fuerza inusitada un grupo político fresco y «desnudo», que no tardó en transformar el crédito en vergüenza y menos aún en perderla. Y hoy vuelve a migrar a otra formación que, aún, no ha engañado a nadie.

En el otro lado están los «manquepierda». Para estos, los sinvergüenzas solo lo son si son del otro bando. Para todo correligionario que trinquen mangando tienen una excusa, un arropo, una cobertura, una defensa que cobra mayores dimensiones cuanto mayor sea la posibilidad de que de ello se derive un enchufe, un favor, un mangoneo… Por eso el PSOE no ha desaparecido de Andalucía o la poca vergüenza sigue campando por Cataluña disfrazada de amarillo, por poner dos ejemplos, tan subjetivos como en absoluto ajenos a mí.

Se da, además, la circunstancia de que estos últimos llaman «fachas» a los primeros. Y yo –qué quieren que les diga– considero un piropo que así me cataloguen (tal y como está el país). Prefiero ser un facha que tacha públicamente en Twitter a un ridículo Feijoó que se apropia del cumpleaños de Fofito para hacerse publicidad que a todos esos conocidos deudores de favores que –como si fueran ministras en misa– se callan ante un expolio de 650 millones y aplauden los eructos de un payaso titular de 92 cuentas corrientes.

¿O es que disfrutaron también de la fiesta?

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