Opinión
El discurso del Rey
No se me ocurre otro símil con el que calificar lo que está haciendo este gobierno en las últimas semanas
Están arrasando. Como generales frustrados e impotentes ante un adversario superior, están ordenando quemarlo y destrozarlo todo en su retirada. No les importa empobrecer al país, porque solo piensan en esconderse a relamerse las heridas observando el caos desde su agujero. Habrán perdido la batalla ... y los ciudadanos a los que juraron defender pasarán miseria y calamidad, pero al menos el enemigo no tendrá botín.
No se me ocurre otro símil con el que calificar lo que está haciendo este gobierno en las últimas semanas, dinamitando sin pudor los cimientos del Edificio con el único objetivo de sembrar el caos y dejar un país ingobernable. Se necesita estar muy resentido y contaminado para considerar como enemigo a su propio pueblo, que es quien va a sufrir las consecuencias de la política de tierra quemada mientras el desalmado Nerón contempla el incendio desde su palacio.
Estos indeseables están logrando lo que no han conseguido los partidos independentistas, los asesinos terroristas vascos ni los ladrones institucionales desde que iniciaron su andadura: una división delicadísima entre españoles y una turbación anímica de consecuencias imprevisibles.
El riesgo de ruptura grave ya no es ninguna quimera, sino un infortunio de probable resultado. Y ya no solo es cuestión de política de salón, sino que se está poniendo en riesgo, de manera muy peligrosa, la convivencia entre españoles.
Escribo hoy desde Barcelona, donde desde hace cinco años me rodeo de gente de toda condición, siempre buena, afortunadamente para mí. El catalán es una persona, por lo general, práctica y sensata (salvo los animales que salen a quemar calles, que esos podrían ser de aquí o de Cádiz si cualquier impresentable les alienta con un megáfono) y dotado de un cierto grado de cobardía patrimonial. Esto último les iguala a todos: ninguno de ellos, ni el nacionalista español más reaccionario (que los hay y no son pocos) ni el independentista más xenófobo y enfermo de odio embarca su patrimonio personal en ninguna aventura que ponga en riesgo su saldo bancario. Aún recuerdo (¡cómo olvidarlo!) aquella cena de niñatos «indepes» en la que uno de ellos dijo que su compromiso con la causa se limitaba a tres mil euros y la desolación con la que la gente de bien contemplaba la fuga de empresas. ¡Imagínense lo que podía pensar un gaditano ante un barcelonés angustiado porque, en lugar de treinta mil, ya «solo» quedaban veinte mil empresas asentadas allí!
Por eso, si la Ley se aplica con el rigor que la misma precisa, la cuestión catalana se quedará en una batalla de banderitas en los balcones, proclamas altisonantes y tractoradas que tendrán poco recorrido en cuanto ellos mismos se aperciban que pierden «pelas» con las cabalgatas. No pasará nada. Pero el riesgo está, precisamente, no solo en dejar de aplicar la Ley, sino en hacerla desaparecer. Cuando eso ocurra -y es lo que está haciendo este gobierno traidor- la escalada será imparable.
Quedan cinco días para el Mensaje de Navidad del Jefe del Estado, es decir, para uno de los escasos actos que el monarca dispone con alcance verdaderamente relevante de cara a la ciudadanía, más allá de recepciones a embajadores, cenas con fajín de gala o presidencia de desfiles. Quedan solo cinco días para demostrar su utilidad a España o su prescindibilidad.
Solo cinco días para la elección: ¿queremos una república dirigida por un ególatra, embustero, narcisista y resentido o una monarquía representada por alguien cuya máxima ocupación sea la de ordenar las fotitos que poner en la mesilla durante la retransmisión televisiva?
Solo el Rey puede romper esa elección diabólica. Pondría en riesgo sus vacaciones de esquí, pero podría poner a salvo la frágil estructura que nos une. Y, por supuesto, dentro de la Constitución. No hacen falta más armas.
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