AL FILITO
Delincuentes
Lo mío de ahora es bien actual y movido por un sincero sentimiento de caridad
Llegó el Adviento, Tiempo de Esperanza e ilusión. Desde pequeño, mi época favorita del año y, ya de talludito, fiel y justamente concretada hasta la misma «Tardebuena» previa a la Cena. Ahí empiezan las decepciones y frustraciones que se arrastrarán hasta el uno de diciembre ... del año próximo. Pero, ahora, disfrutemos de las primeras tabletas de turrón de chocolate, de los belenes y árboles plantados durante el pasado fin de semana y de nuestra bisoña intención de ser mejores personas hasta que el cuñado de turno nos revuelva el instinto misántropo.
No se asusten, el vinagre que expele el anterior ejercicio de cinismo no se ha formado por ningún tipo de solera familiar ni vengo a contarles ninguna cuita relativa a la plasticidad del jamón o al color de las gambas congeladas desde septiembre. Lo mío de ahora es bien actual y movido por un sincero sentimiento de caridad.
Caridad para con todas esas familias que tendrán sentados en su mesa a tantísimo golfo ensalzador de la delincuencia como habrán podido descubrir en la semana pasada. Porque una cosa es tolerar, durante años, que se siente a tu mesa un yerno (un suegro, un cuñado, un sobrino...), metido a «progresista», inservible para cualquier otra cosa que implique conocimiento, esfuerzo, mérito o empuje, pero a quien te empeñas en encontrarle buen fondo porque a la criatura -¡ay!- lo ha elegido como compañero de vida alguien que lleva tu sangre (aunque en el momento del chispazo debió fluir por sus venas la parte afectada por la ingesta de juventud); y otra, bien distinta, es haber descubierto que ese vago irredento es, en realidad, un maleante, un cobarde y un degenerado.
El calificativo está plenamente justificado. Todos conocemos a quien encabezaba manifestaciones enardecido, indignado -supuesta y sinceramente indignado- y dolido por unos trajes a medida, por la boda de la niña de Aznar, porque la esposa de este fuera elegida alcaldesa, por unas anotaciones en una libreta que hacían entender que un tal «M. Rajoy» -fuera o no el mismo que daba ruedas de prensa a través de una televisión de plasma- había trincado un sobre, o por unos tropezones de alquitrán en las playas gallegas.
«¡Nunca Mais!» «¿Quién ha sido?» «¡No en mi nombre!», «España no se merece un gobierno que nos mienta» y «No hay pan para tanto chorizo». ¿Le suenan estos gritos de combate? El puño en alto, en pie los esclavos sin pan y guerra sin cuartel a quienes expolian al Pueblo.
Hoy, ante la situación actual del País, la evidencia de corrupción generalizada, la desastrosa gestión de la catástrofe -con pérdida de vidas humanas, nunca debemos olvidarlo- y el hediondo rastro, revelador, que deja su líder tras cada descomposición de vientre que le produce el encuentro con la realidad, toda esa tropa «combatiente», auto-proclamada poseedora de conciencia de clase y elevada por sus cómplices mercenarios a una presunta categoría moral superior (cuyo contraste con la inmunda realidad de su impudicia solo puede equipararse al reinado de Jerjes I), no dejan de usar la lengua, aunque nos choque el método.
Este consiste en la inmutación absoluta mientras se estira el músculo geniogloso hasta lograr que su más conocido apéndice alcance el orificio cloacal propio. Es un ejercicio que podría conllevar cierta complejidad para cualquier avanzado practicante del brhamanismo más ortodoxo, pero que, por lo que parece, se ejecuta con maestría a través de un ejercicio tan simple -levantarse y aplaudir como foca amaestrada- como sorprendentes los beneficios que el mismo acarrea: nutre la cartera de manera inversamente proporcional al vaciado de conciencia.
Y no, no sienten asco de sí mismos. Lo llevan en el carnet.