Al Filito
Con el debido respeto
Hace algún tiempo, mantuve una corta polémica con un conocido cursi gaditano a causa de un comentario que publicó en alguna red social
Hace algún tiempo, mantuve una corta polémica con un conocido cursi gaditano, de amplia trayectoria y extensa carta de méritos, a causa de un comentario que publicó en alguna red social y en el que trataba de «don» a aquel accidente que tuvimos -y sufrimos- ... como alcalde. A servidor, que ve un trapo rojo ondeando donde cualquier otro, una mijita más inteligente, vería una amapola meciéndose al viento, se le ocurrió hacerle ver al relamido que carecía de sentido usar un tratamiento protocolario de cortesía, respeto y deferencia a quien demostraba, en su práctica diaria, no solo carecer de básicas nociones de tales principios (eso es una desgracia como otra cualquiera, digna de caridad y reparación), sino que hacía gala ostentosa de despreciarlos en cada ocasión que se le presentara.
La respuesta del caballero fue la de afearme el comentario y, de forma muy institucional, tratar de aleccionarme sobre lo que, según su entendedera académica, venía a ser un correcto uso indiscriminado del «don» en el uso de la lengua española (en realidad dijo «castellana», pero ya he dicho que el buen hombre es un cursi de libro y no quiero hacer más leña). Y ahí se zanjó el asunto, porque estaba claro que el buen hombre defendería su posición de «persona de orden» pese a que yo me afanara en desvelarle lo absurdo y equivocado de su planteamiento.
Me ha venido esto a la cabeza a raíz de la ronda de entrevistas de presidentes autonómicos con el perdedor de las últimas elecciones generales, a la que ya ha acudido, raudo y genoflexo, nuestro «Llámame Juanma». No es el único. Se presentarán ante el Amoral presidencial todos y cada uno de los mandatarios regionales con la evidente consciencia de que cualquier cosa que tal tipo les diga será humo y que su desfile por palacio será vendido como un acto de pleitesía por la maquinaria propagandística (si no lo supieran de antemano, serían preocupantemente estúpidos; y no quiero creerlo).
Eso del servilismo hacia la vara de mando es algo generalizado. Si un gerifalte acude a cualquier acto, se le recibe, homenajea y agasaja de forma espléndida, con sonrisa de satisfacción y rodilla enrojecida, cualesquiera que fuese la tropelía cometida por el mandamás y con independencia de la adscripción política o ideológica de quien le abre la puerta. Algo que no sorprenderá en su entorno de portabolsos y lameposaderas (véase, como muestra, la vergonzosa felación saunístico-parlamentaria protagonizada por un diputado regional madrileño, enamorado de Pedro Fraude), pero que produce náusea entre quienes llegan a duras penas a fin de mes para que esa tropa de golfos y maleantes puedan presumir de cargos «representativos».
Entiendo que no debería guardarse ningún tipo de compostura ni respeto ante ciertas «autoridades» que exhiben, como características definitorias, una carencia absoluta de ética, el desprecio constante hacia los gobernados y una hipocresía digna de picota (como esos que ahora hablan del Valcárcel, por ejemplo, después de ocho años de carencia de vergüenza). Hemos llegado a tal extremo de descomposición, de inaudito planteamiento hace tan solo siete años, que exige que respondamos de forma vehemente frente a quien nos orina en la cara y junto con sus cómplices celebran la degradación como lluvia en sequía.
Toda esta caterva vive en una burbuja. Y nosotros tenemos la aguja. Desde el periodista que deje de rogar una entrevista o rehúse la petición de la misma, hasta el representante que plante al ególatra en su cita, pasando por el fotógrafo que enfoque lo inaugurado en lugar de al que corta la cinta o por el director del ambulatorio que se centre en su consulta y paciente en lugar de hacer de bedel para que un vicesecretario cualquiera justifique esa mañana su nadería a cargo del presupuesto.
Demos tratamiento, cortesía y reconocimiento a quien lo merece por sus obras y comportamiento, no por el título. Porque de nada sirve llevar a cabo ninguna labor ejemplarizante. Creer que ofreciéndole a este ganado una condescendencia inmerecida nos sitúa en plano superior es una forma de esconder nuestra pusilanimidad para plantarle cara al gañán de turno. Para esta gente, la educación que usted exhibe es símbolo de rendición. Y no dudarán ni un segundo en aprovechar la tregua para rematarlo por la espalda.