OPINIÓN
A contracorriente
Quizás por eso, tenemos hoy la ciudad que tenemos, en todos los sentidos. Con detractores y benefactores
En esta época en la que los embusteros profesionales nos venden, día tras día, sin rastro de pudor o vergüenza, cuán maravillosa va a ser esta ciudad si el rebaño acude en masa a plasmar su pezuña en la papeleta de voto, quisiera hacer un ... ejercicio de ucronía e imaginar cómo hubiera sido otra Cádiz.
Una ciudad majestuosa, señorial, donde las calles y viviendas insalubres, sin valor histórico o estético alguno, se hubieran sustituido por amplias avenidas y cuidados edificios hasta la misma plaza de San Juan de Dios; y este espacio, reordenado y ampliado de mar a mar, albergaría la plaza actual, el edificio del Ayuntamiento, la ciudad medieval y luciría -al descubierto, en todo su esplendor- el segundo teatro más grande de la Hispania Romana. Todo ello en un entorno histórico y escénico de tal magnitud que pocos serían los autobuses que salieran del Muelle rumbo a la autopista.
Una urbe de, al menos, quinientos mil habitantes, en la unión con San Fernando, que hubiera dado pie al desarrollo metropolitano de todo el municipio capitalino y hubiera proporcionado un nutrido parque arquitectónico con el que satisfacer todo tipo de demandas, desde las básicas familiares de vivienda hasta las vacacionales, pasando por la reubicación -y mejora- de todo tipo de servicios: hospitales, colegios, comisarías, zonas deportivas, parques y museos a los que la administración regional no se hubiera permitido escatimar medios.
Pero «parques» de verdad, de esos que disfrutan los ciudadanos normales de ciudades comunes, a los que se puede llegar en cualquier transporte o andando y que tienen jardines, senderos, estanques, césped cuidado y limpio, quioscos y zonas de juego para chiquillos. Y museos de primer orden, como esos que surgen por mor de la apuesta personal de un valiente visionario y se convierten en símbolos de todo un país (como el Guggenhein de Bilbao, el Picaso de Málaga, el Nacional de Arte Romano de Mérida…).
Un núcleo urbano importante, que hubiera atraído múltiples posibilidades de desarrollo y en torno al cual la Bahía se hubiera articulado de manera natural, complementándolo, sin las trabas localistas y provincianas que han dado al traste con la Mancomunidad de Municipios de la Bahía de Cádiz, el único ente administrativo de España que tiene más letras -y sueldos públicos- que contenido.
Una ciudad -y una bahía metropolitana- con un aeropuerto a las puertas (Cabezuela, Las Aletas, el saco de la Bahía…), un puerto de primer orden y un desarrollo industrial y empresarial que la convertirían en foco de atracción de inversión y talento y que resultaría muy complicada de despreciar por las grandes compañías de transporte de personas y mercancías a la hora de diseñar nuevas líneas y rutas.
Una zona de influencia, con la potencia que presenta la marca «Provincia de Cádiz», que se vería catapultada por el flujo que generaría el núcleo capitalino y el exponencial crecimiento que conllevaría la mejora de las comunicaciones, lo que redundaría en mayores oportunidades, bienestar y un mercado laboral cuando menos, parejo, al que hoy disfruta Málaga, por ejemplo.
Espasmos de soñador que se topan con la realidad. Aquí no somos de mirar para arriba. Somos más de dejar yermos cinco kilómetros cuadrados de municipio para que nadie moleste a los gallipatos y de quejarnos de estar abandonados por todos, cuando en realidad nunca aprovechamos las oportunidades.
Muchos se habrán llevado las manos a la cabeza con mi ciudad soñada. La mayoría habrá advertido que he construido esa idea en base a proyectos que, a lo largo del siglo veinte, fueron presentados con el objetivo de lanzar a Cádiz hacia el futuro. Ninguno de ellos cuajó. Y, quizás por eso, tenemos hoy la ciudad que tenemos, en todos los sentidos. Con detractores y benefactores.
Yo, particularmente, no tengo interés en vivir en la ciudad que a todos les gusta. Desearía que, además de eso, este fuera el lugar del que nadie quisiera irse.
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