Opinión

El compromiso

Siento la mofa de un vecindario que se carcajea de aquellos que no han dudado en dar un paso al frente tratando de difundir ideas nobles, alertando de peligros, denunciado corrupciones y señalado a criminales

A consecuencia de la deriva del país, no son pocos quienes se cuestionan el sentido de sus desvelos. Seamos francos (esto, siempre): los comicios han sido un desastre y esto no es que no tenga ya arreglo, que lo tendrá, sino que el estropicio empieza a hartar tanto que se corre el riesgo de que nos importe bien poco si el invento tira para adelante o hay que arrojarlo definitivamente a la basura.

Ciertamente, el momento tampoco ayuda. A estas alturas del año -y de la vida- uno empieza a comprender aquella actitud nihilista de mi padre que, imperturbable ante lo que ocurría fuera de su círculo de confort, se conformaba con que lo dejaran tranquilo. Y su rincón era bien pequeño. Eso sí, ahí era Virrey.

Nunca le conocí afinidad política. Jamás le oí o noté gesto alguno de desaprobación o repudio hacia ningún líder político, como tampoco de afinidad. Aparentemente, no le importaba un ápice las idas y venidas de esa camarilla. Decía no tener opinión formada de ninguna opción, se reservaba el color de la papeleta que metía en el sobre (aunque me lo daba a mi para que lo metiera en la urna) y se encogía de hombros cuando le preguntabas por cualquier polémica que surgiera en el debate televisivo de turno.

Solamente, en los veinte años que Dios me dejó disfrutarlo, creí cogerle en un renuncio, pero me dio sopas con ondas. Sucedió durante los estertores de la dictadura militar argentina y a servidor, precoz devorador de periódicos y telediarios (además de adicto a la radio, por su culpa), le dio por ponerse a cantar a pleno pulmón y golpe de cacerola, proyectándolo hacia la tranquilidad de los patios traseros de aquel «Grupo de Viviendas Virgen del Puerto» situados entre Lebón y Cooperativa, aquello de «Se va a acabar, se va a acabar…la dictadura militar».

Mi padre entró en mi cuarto como una exhalación, demudado, ordenándome que parara inmediatamente porque «le iba a buscar un problema» y yo me reía, claro, ufanándome de poner en un aprieto al viejo por una reminiscencia del pasado, cuando en realidad era él quien trataba de evitar que el vecindario se burlara de mi. Aquellos tabiques de papel de fumar y ventanas baratas de aluminio no solo no contenían mis carajotadas de adolescente sino que la proximidad entre los bloques hacía de caja de resonancia, con lo que el mote y la chufla estaban asegurados.

Hoy, como muchos otros ciudadanos preocupados y comprometidos con su país (que no significa más que estar preocupado y comprometido con la seguridad y bienestar de tu familia), siento la mofa de un vecindario que se carcajea de aquellos que no han dudado en dar un paso al frente tratando de difundir ideas nobles, alertando de peligros, denunciado corrupciones y señalado a criminales. Con la tristeza añadida que produce comprobar cómo, al coro desdentado, se le suman las carcajadas de aquellos que, en lugar de hacer análisis y autocrítica de su mala gestión y freírse los sesos para poner remedio, no han dudado en marcharse de vacaciones al primer destino donde sirvan campari con que celebrar el escaño, el juguetito de última generación telefónica y la vida sin arriñonamiento durante los próximos cuatro años.

Quizás vaya siendo hora de que empiece a parecerme, siquiera un poquito, a mi sabio padre.

Artículo solo para registrados

Lee gratis el contenido completo

Regístrate

Ver comentarios