Opinión

Comienza el espectáculo

Alguien escribió en su día que el estado más feliz y próspero en que podía vivir cualquier ciudadano es el disfrutado en tiempo pre-electoral

Alguien escribió en su día que el estado más feliz y próspero en que podía vivir cualquier ciudadano es el disfrutado en tiempo pre-electoral. Y en estos días no podemos sino darle la razón desde la misma Cádiz, donde vemos renacer proyectos que ya ... olían a muerto y se multiplican los augurios de conversión de este rincón olvidado en una nueva Arcadia.

En cualquier lugar regido por un sistema imperfectamente democrático, este periodo sigue siempre el mismo esquema: si el gobernante de turno lo ha hecho bien durante su mandato y goza del beneplácito generalizado del electorado, se afana en no meter la pata durante el último sprint y en controlar que ningún subalterno haga el indio. Si se trata de una persona hosca o distante, cambia su rictus y se fotografía un poco más de la cuenta con representantes de la sociedad, pero pocos gestos más necesita para mantener el poder. Antes bien, cuanto más conservador sea, mayor respaldo obtendrá nuevamente.

En el lado opuesto encontramos el ejemplo paradigmático del gobernante ineficaz, categoría que engloba al embustero, el traidor, el inútil o el mamarracho. En todo caso, se trata del mandatario que se sabe en horas bajas y ve cómo se acerca la hora de volver al boquete del que jamás debió salir. En estos casos, el fulano de turno tira la casa por la ventana y recupera ideas olvidadas, pone en marcha planes ambiciosos e ilusionantes, promete felicidad y plena y reparte dinero a espuertas. Ese dinero del que no tiene la más remota idea de cómo ganarlo por méritos propios, que esquilma a la ciudadanía desde la maquinaria extractora llamada «estado de bienestar» y que le sirve para fidelizar una clientela que escupa cáscaras de bellotas ideológicas y deposite papeletas necesariamente coloreadas para ayudarles a comprender su significado.

Evidentemente, no podemos olvidar el papel que juega la oposición, en uno y otro supuesto. Sea quien gobierne un tipo decente o sea un proto-delincuente, quienes aspiran a ocupar su posición tachan cualquier actuación llevada a cabo y enarbolan la bandera de la eficacia y el saber hacer, aunque para ello caigan en el ridículo de refugiarse en el ideario que reciben cada día en su smartphone y les indica las papayagadas que debe repetir aunque desconozca el significado o, en el peor de los casos, aunque razone con un mínimo sentido ético y sepa que el texto es un soberano disparate. Se juega el sueldo y, visto el nivel general, las habichuelas de una pobre prole conocedora íntima de las carencias de ese señor estupendo que sale en la tele hablando de la indexación de las tarifas devengadas por el mercado eléctrico mientras en su casa aún tienen que recordarle el modo de empleo del papel higiénico.

Un grado aún más bajo en la escala moral de nuestra patria desvergüenza lo ocupa el gobernante descabezado en el anterior comicio, que ha dedicado su tiempo a dinamitar cualquier gestión llevada a cabo por su vencedor, aunque tuviera resultado satisfactorio, y se presenta como salvador de la patria proponiendo y exigiendo medidas cuya aplicación tuvo a su alcance y no llevó a cabo por esnifarse el dinero en la ingle de una prostituta. Por ejemplo.

Con estos espectáculos, el periodo pre-electoral se convierte en un divertido entretenimiento circense en el que, además, se le hacer creer al pueblo que no le faltará pan. Lastimosamente, una vez metida, toda promesa quedará incumplida. Y seguiremos viendo solares vacíos, carteles descoloridos, estafas tranviarias y platos vacíos. Y aún más pobres, porque nos habrán vuelto a esquilmar para montar nuevos chiringuitos donde colocar a doctos gestores del engaño.

No pasa nada, paga España. Aunque, ¡que diferente sería todo si lo pagaran ellos! Aunque fuera en la cárcel.

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