Al Filito
Colaboracionistas
De nada serviría servirse de la Ley para criticar, de esa forma tan cruda, al individuo del que, a estas alturas, solo se alberga una certeza en todo el territorio nacional
En una reciente sentencia, el Tribunal Supremo ha considerado que la Libertad de Expresión arropa el uso de manifestaciones que pudieran considerarse como «extremadamente efectistas» e incluso «provocadoras» y, por ello, considera en su resolución que no se atenta contra del Derecho al Honor ... de un político cuando un articulista escribe de él que «se arrastra como un gusano» o «como una culebra», porque del texto se deduce que el autor quería significar que, en su opinión, una de las notas de la personalidad política del tipo que tan ofendido se sintió era la de ser capaz de humillarse y adular, con bajeza, para obtener una ventaja.
Conforme a tan autorizada jurisprudencia, pues, resultaría perfectamente lícito escribir líneas de desprecio hacia el tipejo que en la pasada semana hubiera sido capaz de humillarse hasta el límite donde caen los excrementos -una vez ensanchado y vencido el esfínter tras forzarlo, hasta la extenuación, permitiendo intrusiones inauditas- y adular, con bajeza indigna, a un grupo despreciable, con la única finalidad de conservar un sillón. Su sillón.
Sucede, sin embargo, que de nada serviría servirse de la Ley para criticar, de esa forma tan cruda, al individuo del que, a estas alturas, solo se alberga una certeza en todo el territorio nacional: que es capaz de vender a sus hijas con tal de no volver a viajar en clase turista. Porque resulta una evidencia, cada vez más compartida, de que a su madre ya la ha colocado como saldo.
Y digo que resultaría inútil tal desafuero informativo porque ese escombro, a diferencia del político protagonista de la sentencia del Tribunal Supremo, no sentiría punción alguna en un supuesto derecho sobre un sentimiento que desconoce: el Honor.
En su fuero interno, el personaje no padece ninguno de los sufrimientos que atormentarían a cualquier padre de familia si tuviera que caer a los infiernos con tal de conseguir un trozo de pan con el que atender a sus hijos. Ese desecho no siente que se humilla, porque lo que entrega no es suyo ni le importa. España, como concepto, le es tan ajeno como el cumplimiento de la palabra dada. Por eso juega con ambas cuestiones sin temor a la quiebra, a la ruptura o al desprecio. Sencillamente, aquello no va con él.
De igual manera, tampoco siente que actúa con bajeza. ¿Acaso la lombriz intestinal sabe que su alimento favorito provoca arcadas a quien sabe leer?
Una vez descartada la esperanza de sembrar un germen de vergüenza en el capo, habrá que preguntarse por las sombras que nublan el sentido de su tropa. ¿Soportará esta grey, estoicamente, las consecuencias de los actos de sus gerifaltes?
Durante la Segunda Guerra Mundial, Francia experimentó su propia y particular guerra civil. El país se dividió en dos: la Francia Libre; y el «Estado Francés», en la zona ocupada, conocido como «Francia de Vichy» y donde se instauró un régimen títere, filo-nazi, colaboracionista con el alemán, que se caracterizó por el antiparlamentarismo, el rechazo de la separación constitucional de poderes, el cultismo de la personalidad y el antisemitismo patrocinado por el estado.
Fíjense qué afinidad más curiosa. Sobre todo, si tienen en cuenta que otras características de aquel régimen eran la promoción de los valores tradicionales, el rechazo de la modernidad y el corporativismo. Justos los que caracterizan a la caterva paleta y xenófoba que sostiene en el púlpito al miserable del que se sospecha hasta la veracidad de su nombre.
Una vez liberado el país, Francia vivió una oleada de ejecuciones, humillaciones públicas, asaltos y detenciones de presuntos colaboracionistas, a quienes se les señalaba pintándoles una esvástica en la frente. A ello, le siguió una purga legal contra todos aquellos franceses que habían colaborado con la ocupación alemana, llegando a condenarse a muerte a 6763 personas por traición y otros delitos.
La buena noticia de todo esto es que solo se ejecutó al 28% de los condenados y que, durante los años que siguieron a la contienda, los franceses experimentaron un sentimiento de pertenencia y ciudadanía que les sirvió para reconstruirse y situarse en el lugar que, por Historia, le corresponde.
Algún político, alguna vez, se ha lamentado de que España no hubiera conocido la guillotina. No es necesaria. Bastaría con que, una vez superada esta revolución particular que estamos sufriendo en estos días, se señalara convenientemente a todo aquel que hubiera colaborado, de una forma u otra, en la demolición de la Nación. Aunque esta quedara descuartizada.
Quizás, de este modo, nuestros hijos o nietos no tengan que volver a sufrir, jamás, el gobierno de ningún psicópata.