Al filito
Las Banderas
Hoy toca hablar de lo que nos une: la infancia y su ciega creencia en una supuesta «Furia Española» de trampantojo
Me encantaría que la publicación de este artículo de hoy viniera precedida por la celebración de la cuarta Eurocopa para España, sobre todo teniendo en cuenta que ayer nos enfrentamos a la Pérfida Albión. Pero, ¡pobre de mí!, no me atrevo a aventurarme a un ... resultado soñado en esta mañana de domingo, desde la que preparo para asomarme -al filito de un disgusto- cada afortunado lunes en el que ustedes me leen.
Hoy toca hablar de lo que nos une: la infancia y su ciega creencia en una supuesta «Furia Española» de trampantojo, el recuerdo de haber compartido con mi padre la eterna decepción de la continua derrota y la frustración de haber saboreado el triunfo sin él y en unos momentos en que mis hijos eran tan pequeños que estos no conservan ningún recuerdo del asunto. Todo ello hace que la experiencia de haberme sentado ayer frente al televisor junto a un jamelgo de 14 años con el que he compartido, conscientemente por ambos, lo que haya tocado tras el pitido final, es, en su conjunto, el único leit motiv que he encontrado para juntar estas letras que le ofrezco.
Siento decepcionarles. Lamento profundamente haber caído en lo que nuestro muy noble, muy leal y muy heroico presidente del gobierno ansiaba. Sea por bien o por mal, nadie hablará hoy del sinvergüenza de su hermano, de su presuntamente corrupta esposa ni de la mancha de ladrones a quienes los socialistas integrantes del Tribunal Constitucional nos obligan a tratar como ciudadanos decentes. Hoy nada de eso procede. Lo que toca es hacer resumen del camino que nos ha llevado al triunfo o al subcampeonato (como si de una perdedora república tricolor se tratara).
Tampoco quiero engañarles. Yo, de fútbol, se menos que de matemáticas. Y ese es un deporte que solo consigue cabrearme cuando el Cádiz ni quiere ni puede; gustarme cuando el Atleti logra una gesta; o emocionarme hasta el paroxismo cuando la Selección se juega algo de verdad. Y ahora estamos en esto último, aunque me conozco y ya les adelanto que me pitarán «fuera de juego».
¿Recuerdan ustedes las Eurocopas de 2008 y 2012; o el Mundial de 2010? ¿Cómo lucía su balcón? ¿Y el de sus vecinos? ¿Se han asomado estos días y han visto algo parecido? El pasado sábado por la mañana me di una vuelta en moto por la ciudad. No conté ni veinte banderas en todo su perímetro. El miércoles y jueves, en Sevilla, durante las travesías que me llevaron hacia el juzgado y de vuelta a Cádiz, apenas aprecié algún balcón mínimamente engalanado. Desde Barcelona (lugar donde el señalamiento rojigualda es un acto de hidalguía y elevación) me dicen que ondean las de costumbre (de a diario) e idénticas noticias me llegan de un lugar tan significativamente «patriota» como es Zaragoza. Más llamativo aún es el caso de Madrid. Indagando sobre el asunto, mi informante acaba de enviarme un vídeo panorámico realizado desde su casa, un piso alto de uno de los bloques de viviendas de la zona «bien» de Arturo Soria, en el que se aprecia cómo, en un arco de casi doscientos grados, solo ondea una solitaria bandera en un balcón, de un piso lo suficientemente elevado como para pasar absolutamente desapercibido. Además de eso, me escribe: «se ve alguna que otra en los 'barrios de derechas', pero tampoco creas que la gente está demasiado entusiasmada».
No comparto ese análisis. El entusiasmo existe. Basta ver a la muchachada luciendo la camiseta roja, las citas de grupos de amigos y la parálisis nacional en las horas de los partidos o las celebraciones de cualquier genialidad que salía de las botas de esos chavales que, según se aprecia pos sus declaraciones, ya no se dedican a torcerlas. En cuanto a mi generación, nada puede satisfacernos más que ver ganar a Italia, Alemania, Francia y -¡ojalá así haya sido!- Piratalia, aunque ya hayamos visto cumplir la hazaña.
Honestamente, pienso que la diferencia radica en el hartazgo. La Nación Española ha llegado a un punto de madurez crítica y ha empezado a poner pie en pared frente a su utilización interesada, como títere, de una mafia parasitaria y narcotizante que se aprovecha -para dividirnos- de la idiocia inducida por el empobrecimiento, la ideologización y el embrutecimiento intelectual con el que nos conducen a asentir y consentir con cada rebuzno expelido por cualquier analfabeto con mando en BOE y capacidad de otorgar subvención o colocación. Y nos hemos dado cuenta que, tanto los tirios como los troyanos, solo existen para reventarnos lo que rima.
Por eso no cuelgo ninguna bandera en mi balcón. Porque no quiero seguir siendo soporte de un régimen que explota a quien trabaja para mantener, por ejemplo, a una Casa Real que se lleva más de diez millones de euros anuales de un presupuesto que podría mejorar la vida de cientos de miles de compatriotas que sufren necesidad extrema y que no tiene más función que firmar lo que le pongan por delante, sea bueno o malo para esos conciudadanos (algo a lo que se negaría cualquier notario, cobrando infinitamente menos); y que incluso es incapaz de ejecutar ningún plan que frene la destrucción del sistema que bien alimenta a los suyos, por mucho que se impongan medallitas a sus preciosas hijas por rascarse la ingle mientras juega a soldaditos.
Quien les escribe, colgó su bandera dentro del salón. Una bandera que simboliza el mayor periodo de prosperidad, paz, seguridad y progreso de toda la Historia de España y de la que cualquier bien nacido en una barriada construida entre los años 50 y 70 -a coste cero para sus padres- debería sentirse honrado y orgulloso.
Y esta mañana de lunes, cualesquiera que fuese el resultado de ayer por la noche, pueden ustedes tener la absoluta seguridad de que servidor ha replegado y guardado la bandera, se ha dirigido hacia el inodoro y, mirando hacia el noroeste, ha procurado saludar a Don Blas de Lezo sin manchar suelo patrio.
Espero que lo estén disfrutando y, pese a quien pese, ¡Viva España!