Opinión
Adiós España
Este país de ahora se parece muy poco a aquel en el que se crio mi generación «X»
No resulta difícil encontrar, entre gente buena y normal, a quien defiende el territorio patrio como si se tratara de su parcelita en Chiclana. A nadie sorprende ya que haya un significativo número de españoles que estén dispuestos a construir puentes de plata al enemigo que quiera dejar el barco, tal es el nivel de hastío y merecida antipatía. Pero el terruño, ¡ay! que no se lo toquen. Esto es, libertad para irse, pero solo con la maleta.
Personalmente, nunca lo he entendido. Siempre me ha parecido una posición infantil exigir la integridad e indisolubilidad de un estado que, en el mejor de los casos, en alguna de sus parcelas resulta hostil y antipático, cuando no abiertamente enemigo. Ejemplos hay muchos. Pero hoy no vengo a discutir con aquellos, sino que quiero ofrecerles un cambio de paradigma.
España ha cambiado. Sociológica, cultural, política y económicamente, este país de ahora se parece muy poco a aquel en el que se crio mi generación «X». Y no digamos si la comparamos con la que hizo posible que nuestras familias nos dieran una infancia dichosa. Negar esta evidencia es absurdo. Tanto, como pretender girar las manecillas del reloj hacia la izquierda.
De hecho, a los artífices de esta España Distinta les interesa, paradójicamente, girar rápidamente esas agujas hacia la derecha. Cuanto más velozmente avancen en esa línea, más ventaja sacarán a los nostálgicos que distorsionan el discurso oficial, desvelan verdades peligrosas y descubren el cartón. El hecho biológico es inapelable y a «éstos» de ahora solo les interesa que su aliado, el Tiempo, pase deprisa. Tanto, que las masas aborregadas no puedan darse cuenta de que se les ha cambiado el pasto por el guano.
Personalmente, he tratado de poner mi granito de arena para evitar la descomposición. Y, antes que yo y de forma más significativa, personalidades verdaderamente relevantes. Poco a todo, los mejores han terminado arrojando la toalla, en una reacción legítima y comprensible, aunque dolorosa para quienes albergábamos alguna mínima esperanza en la regeneración. El abandono de la política de Iván Espinosa de los Monteros (una de las mentes y voces más cultivadas del panorama nacional), por ejemplo, ha supuesto uno de esos puntos de inflexión que hace tambalear los cimientos ideológicos de cualquier ciudadano común. Si él no ha podido contra la Mugre… ¿qué oportunidad voy a tener yo?
A raíz de los últimos acontecimientos políticos y ante la constatación de que España ha caído, me ha dado por recordar una lectura que hice hace casi veinte años. Llevado por la larga lista de personas ilustres, ricas e influyentes que leyeron el libro, me aventuré en lo que a la postre supuso un gran descubrimiento de la autora y su obra. Y, aunque no he logrado adquirir ninguna de las categorías de los lectores anteriores, al menos me ha servido para traerles en mi columna algo distinto al tema del verano, sobre el beso de un macarra a una choni.
Se trata de Ayn Rand y su «Rebelión de Atlas», donde desarrolla la historia de un país en el que personas libres, cuyo único objetivo vital es que se les deje crear, producir y vivir tranquilos, se rebelan contra una élite política mediocre e inútil que fundamenta su poder en la extracción y el saqueo de los bienes y riquezas que los primeros crean, escudándose en mantras tales como «democracia», «mayoría» y «derechos», que la plebe adocenada consumía como maná.
La novela, publicada en 1957, cuenta que los primeros se refugian en un escondite secreto, abandonan sus puestos y al estado a su suerte; y solo cuando este cae, incapaces sus dirigentes de crear trabajo ni proporcionar sustento a su población embrutecida, regresan tomando las riendas.
Y en este punto de la vida, yo les planteo lo primero: ¿Qué ocurriría si dejamos de exigir a los independentistas, a los terroristas, a los perroflautas y demás «nuevos españoles» que se vayan y, en su lugar, dijéramos adiós quienes nos resistimos a admitir que este país ya no es el nuestro? El esfuerzo es serio, pues hay que desprenderse de sentimentalismos -aunque no sean compartidos ni correspondidos-, pero la recompensa puede merecer la pena.
Piénsenlo bien: la unidad, grandeza y libertad de una nación no está en el territorio, sino en el vínculo. Además, nada nos impedirá ponerle a la ínsula el nombre de España. Los que se queden aquí no reclamarán el nombre ni la bandera. Ni la Historia.
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