cardo máximo
Justicia y perdón
Perdonar y ser perdonados, ahí está resumida toda nuestra vida. Con sus heridas, unas en carne viva y otras ya cerradas, con sus llagas hasta que acertamos a cauterizarlas
Un abrazo del que no hay documento gráfico. Es más lo que se intuye que lo que se ve. El compañero Jesús Díaz lo retrató con palabras en el periódico del miércoles con la elegante sobriedad que hay que reservar para las cosas realmente importantes ... en las que hay que prescindir de los adjetivos y de todo eso que los periodistas llamamos color para obtener una instantánea en blanco y negro con toda la fuerza de unos hechos incontrovertibles: «La madre de Paula, una chica de 16 años atropellada mortalmente en la carretera que une las localidades de Paradas y Arahal, se abrazaba desconsoladamente con Ángel, de unos treinta años de edad y que conducía el vehículo que acabó con la vida de la joven la noche del 18 de septiembre de 2018. Él tampoco podía parar de llorar. Era la forma de sellar el duelo por la muerte de su hija».
A renglón seguido, la noticia relataba que el caso de homicidio involuntario agravado por el consumo de alcohol se iba a cerrar con un acuerdo entre la Fiscalía y las partes por el que recaerá una condena de dos años de cárcel sobre el joven conductor, amigo de la víctima y de su novio, a quienes había recurrido una noche de farra cuando la motocicleta en que viajaba con otra amiga se averió en mitad de la carretera. Es necesario contemplar la escena con la mirada purificada por las lágrimas de compunción, pero no debemos ir más allá: desconocemos lo que se dijeron el homicida y la madre de la víctima, qué razones empujaban al mutuo desconsuelo, desde dónde venía cada uno para llegar a ese encuentro. Tampoco podemos conjeturar sobre las resistencias –de su entorno inmediato y de las íntimas– que cada uno habría tenido que vencer antes de fundirse en ese abrazo.
Pero sí lo intuimos. Porque, en mayor o menor medida, todos hemos experimentado el efecto liberador que tiene el perdón. En quien lo implora y en quien lo concede. Perdonar y ser perdonados, ahí está resumida toda nuestra vida. Con sus heridas, unas más profundas que otras, unas en carne viva y otras ya cerradas, con sus llagas por las que supura el rencor y el orgullo herido hasta que acertamos a cauterizarlas.
Los jueces administran justicia en nombre de todos: condenan o absuelven en función de los hechos que consideran probados en la vista oral aplicando las leyes que la sociedad se da a sí misma. Pero el perdón solo corresponde administrarlo a las víctimas. Cada una a su ritmo, cada una con una gradación e intensidad, cada una con sus propios límites. No somos nadie para inmiscuirnos en ese acto de reconciliación con el prójimo lastimado, pero también con uno mismo y, si tal es el caso, con Dios. El perdón abre las compuertas del corazón y una torrentera desbordada brota entonces, pero a nosotros sólo se nos permite contemplar sus efectos en un abrazo compungido en la puerta de la sala de vistas de un juzgado sevillano. Mejor así.
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