OPINIÓN

Sororidad

He creído que era buen momento para compartir el inicio del libro más duro que jamás escribiré

Javier Fornell

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Desde hace años vengo escribiendo una novela, siempre inacabada, siempre necesitando algo más. Reúno en ella las historias de tres mujeres que conocí cuando estuve en India con Manos Unidas y hoy, que las mujeres españolas destapan sus pechos para sentirse libres, he creído que era buen momento para compartir el inicio del libro más duro que jamás escribiré. Historias reales como la de aquella niña de ojos avellana, que a sus escasos 10 años corría sola por las calles de Hyderabad; o las diwali, esas que por nacer mujer ya estaban condenadas; o la de la chica que, tras haber escapado de sus captores y de la trata de blanca, da origen a este texto basado en sus propias palabras. Por eso, en estos días de sororidad, quiero compartir este texto con todos vosotros:

«Aquí, sentada en el estrecho borde que me separa de un salto infinito, he comprendido a los mayores cuando dicen que el campo se mece como las olas del mar. El mismo mar, verde intenso de los arrozales, de esa infancia que se me hace tan lejana como ficticia. No. Ya no soy aquella que fue arrebata de mi hogar siendo poco más alta que un ternero. No. Ella murió y nací yo.

Nací cuando ya no me quedaba nada. Ni familia, ni hogar, ni dignidad ni voluntad. Cuando, queriendo solo morir, la vi y me vi reflejada en sus ojos avellanas. Fue en ese momento cuando supe que mi destino no lo marcaba Ganesha y que hasta que Kali viniese a reclamar lo que era suyo, lucharía. Lucharía por evitar que otras se vieran en el mismo borde en el que estoy ahora. A horcajadas entre la vida y la muerte. Con el cuerpo marchito y destrozado, manoseado por tantas manos que ya no recuerdo rostros; tan usado que ya no es el mío.

Pero también he comprendido que, hasta en la más profunda de las oscuridades, la luz se abre camino. Titubeante, lanzando sombras que se mueven al son de un viento invisible, la luz siempre encuentra un recodo que iluminar. Mi corazón, mi alma o cómo quieran llamarlo quienes aún creen en la bondad de los dioses, también es una llama. Pero el odio se ha apagado y solo queda el rescoldo, fuerte, incandescente y perenne, de mis ansias de luchar. Ese rescoldo que otros avivarán, pues mi tiempo concluye.

No esperes una historia bonita, este es el final de la mía y ya sabes que termina con mis ojos centrados en el profundo abismo que se abre frente a mí. Esta es mi historia y la de otras muchas. Las de otras niñas que, como yo, perdieron su infancia, perdieron su sonrisa, perdieron su nombre.

Puede que al leerlo no comprendas mis palabras. No entiendas porque, incluso, el amor tuvo un lugar en mi vida. Jamás podrás llegar a comprender de dónde saqué las fuerzas para abrirme paso en un mundo de hombres malvados. Yo tampoco lo comprendo, pero lo hice. Y salí fuerte y reforzada: mientras ellos arrasaban mi cuerpo, yo aprendía. Y ese aprendizaje es el que hoy, cuando sé que nada más que morir me queda, me permite lanzar un mensaje: el mío. El que habla de una lucha por la dignidad, por las personas, por la libertad.

Yo soy la princesa de la calle, la que nació para ser puta, la que creció siendo puta, la que morirá siendo puta. Pero moriré de pie, sabiendo que luché por todas aquellas cuya voz se ha apagado. Yo nací mujer, nací maldita. Hoy moriré mujer, moriré libre».

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