Opinión
Pequeños monstruos
Una generación que no conoce la palabra «no», es incapaz de aceptar el rechazo y, cada vez más, actúa con violencia cuando no consigue lo que quiere
Será que no soy padre; será que adoro la tranquilidad o será que no soporto la mala educación, pero cada vez soy más intolerante con ciertos niños. Por supuesto, doy por hecho que el problema no está en los tiernos infantes, cuya mayor obligación en ... esta vida debería ser mancharse, hacerse heridas, aprender y sacar de quicio a los adultos. Pero es que cada día que pasa, la última labor la van haciendo cada vez mejor.
Quizá sea por la sociedad en la que vivimos, en los que las obligaciones han quedado oscurecidas por los derechos. Y el caso de la infancia, esos derechos se han convertido en evitar que los niños se frustren y lloren. Que eso molesta a sus padres con los llantos y pataletas. Que molesten a los demás, no importa; que se estén creando pequeños dictadores de poco más de un palmo; tampoco. Que cuando lleguen a una tienda, un bar, un cine,… resulten una molestia inquietante, tampoco. Lo importante es que sean felices y rían sin parar. Qué, como mientras escribo esto, se dediquen a desmontar toda la panadería, tirando papeles, tocando todos y cada uno de los panes, y hasta metan el dedo en algún pastel (que por supuesto su madre se niega a comprar), no importa. Lo importante es que sean felices.
El problema de eso es que luego se vuelve adolescentes imposibles de controlar. Que con 13 años ya son bebedores de alcohol en grandes cantidades frente a padres que poco pueden hacer por evitarlo. El castigo ya ha quedado obsoleto para esos padres, por supuesto. Y tenemos individuos que carecen de educación y de cultura, pues es imposible para maestros y profesores inculcar cualquier conocimiento, más con una ley que permite alcanzar títulos sin haber atesorado conocimientos por el camino. Niños que la mejor de las veces se convierten en niños muebles escondidos detrás de las pantallas de tablets y teléfonos; pero las más, se convierten en pequeños diablos gritones y destructores que arrasan con aquellos lugares por los que pasan.
Y los que no somos padres, nos echamos las manos a la cabeza. A veces, incluso, alegrándonos de no haber tenido criaturas en este mundo de locos. Pero sin escupir para arriba del todo, que ya se sabe que todo cae y tal vez a nosotros nos hubiera ido peor. Lo que sí tengo claro es que con este devenir educacional, con la situación de la actual chavalería, el futuro se presenta aciago. Hemos pasado de las generaciones más preparadas y con menos oportunidades, a las que tienen más oportunidad y menos preparación.
Una generación que no conoce la palabra «no», que es incapaz de aceptar el rechazo y, cada vez más, actúa con violencia cuando no consigue lo que quiere. Ojalá algún día la situación torne y cambie, pero por ahora, solo tenemos lo que tenemos: padres sobrepasados; maestros y profesores sin herramientas para cambiar la tendencia; una juventud —que viejo me siento al decir esto— al que le vendría bien una mili que nosotros no hicimos. Pero nosotros teníamos padres que sabían que educar no era darnos un teléfono. Por suerte.
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