Sus valores
Aquel hombre no entendía de muchas cosas, pero tenía perfectamente claro que repartir por igual entre el que se deja el lomo y el que sólo busca sombra no era lógico. Ni justo.
Aquel hombre no entendía de barcos. Ni falta que le hacía. Ni siquiera sabía muy bien el significado de aquella expresión, pero como era de campo le gustaba usarla para, llegado el caso, explicar que en realidad entendía de pocas cosas. Las justas para ir ... tirando toda una vida. Sin meterse en nada. Sin meterse con nadie. Eso sí. De lo que controlaba, controlaba a fondo, según expresión de su nieto mayor. En su caso era la uva. El cultivo de la uva. De semillas, estacas, tipos de tierra, nutrientes y temperatura. De cosechas, fructificaciones, taninos, flavones y variedades. En eso era una institución. Horas y horas. Garnacha, Tempranillo, Merlot, Sauvignon, Cabernet, Albariño... era su día a día. Su oficio. Lo amaba. No las cultivaba todas, obviamente. Pero las estudiaba con fruición. Casi todo lo aprendió de joven. Se lo debía a un hombre que –si bien tampoco podía decirse que había sido como su segundo padre– lo cierto es que era quien le había puesto en la senda correcta de la vida. En un momento, además, en el que a punto estuvo de desviarse, bien desviado, para siempre. Pero se enderezó, gracias al cultivo de la vid, que le permitió a su vez ir recorriendo poco a poco su propio camino. Llenó su vida con mujer y tres hijos, uno de los cuales se le fue demasiado pronto. Todo lo demás, todo lo que no tenía que ver con la vid, había tenido que aprenderlo por sí mismo. Cierto es que no había leído a Heráclito precisamente. Pero al igual que el filósofo griego, era un autodidacta que fue adquiriendo experiencia a lo largo de los años. Él creó sus propios principios, sólidos, y se condujo por la vida aferrándose a ellos. Para luego tratar de inculcárselos a sus herederos. Sin meterse en nada. Sin meterse con nadie.
No le había ido mal. A base de dejarse las manos en cada vendimia había aprendido que uno de los grandes avales de cualquier persona era su esfuerzo, su capacidad de trabajo. Y que la voluntad, el empeño, el esmero a la hora de hacerlo siempre tenían recompensa. Eran valores seguros. Otros eran más osados, y optaban por buscarse la vida de otra forma. Arriesgando, por ejemplo. Poniendo en marcha su propio negocio. Él no estaba hecho de esa pasta. Peseta que estaba en el zurrón, peseta que iba para casa. Pero respetaba, en algunos casos incluso admiraba, a aquellos que habían hecho fortuna gracias a su iniciativa, a su intuición. Tipos listos. Mientras fuesen honrados, todos los honores para ellos. Entendía perfectamente, lo había comprobado en sus carnes, que no todos somos iguales. Que cada uno es de su padre y de su madre. Y aunque de política tampoco entendía, tenía perfectamente claro que eso de repartir por igual entre todos no iba con él. En su opinión hay dos clases de personas. Las que durante la vendimia se dejan el lomo en el campo y los que pasan más tiempo buscando sombra y quejándose por todo. El jornal no podía ser el mismo para el que recolectaba cien kilos que para el que recolectaba diez. Era ilógico. E injusto. Como injusto fue que a uno de sus mejores trabajadores le diera un ictus en plena faena y quedara parapléjico. Para él y para su familia, todo lo que hiciera falta y buenamente se pudiera. Era lógico. Y justo. Esos eran sus principios. Básicos. Rústicos. Pero los suyos. Aprendidos a lo largo de años y años al sol en verano y bajo el frío y la lluvia en invierno.
Ahora, ya jubilado, se dedica a sestear. Y a ver la tele. Y ve a unos jovenzuelos que se autoproclaman progresistas. O comunistas. No sabe muy bien. Pero que dan lecciones de moral, de igualdad, de justicia, de reparto... pese a tener pinta de no haber doblado el espinazo en su vida. Y se siente atacado, simplemente por no pensar como ellos. Por no comulgar con sus ideas. En lo del franquismo, el mariconismo y los colores de la piel no entra. Nunca lo ha hecho. No entiende de barcos. O no quiere entender. Pero en lo del comunismo, ahí no parte peras ni con el tal Pablo Iglesias, ni con el otro catalán, Rufián. O con el de la silla de ruedas. Que uno será pobre. Cateto si quiere. Inculto. Pero no tonto.
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