SIN ACRITUD

El señor del Círculo de Lectores

Hoy ya nadie llama a tu puerta para venderte un libro; de hecho hoy ya casi nadie compra libros ni dedica tiempo a la lectura

Venía siempre por las tardes. Si llamaban al timbre un martes de otoño a las seis y media, por decir un día y una hora cualesquiera, casi seguro que era él. Mis hermanos y yo normalmente estábamos en nuestras habitaciones, estudiando. O haciendo como que estudiábamos, por si entraba mi padre. Descartado que fuera un amigo deseoso de que bajáramos a jugar al fútbol. Esos nos llamaban a gritos desde el patio donde colocábamos los jerseys a modo de portería. Gritos tan fuertes que se oían desde el quinto piso en el que vivíamos. Así que no. Si alguien llamaba en horario vespertino a la puerta, tenía que ser él. Y efectivamente, casi siempre era él. Con sus gafas de pasta –le hablo de las décadas de los 70, los 80 y principios de los 90–, su bolso marrón cruzado desde el hombro a la cadera, sus ropas grises y tristes y su maleta repleta de libros. «¿Quién es?», preguntaba mi madre desde el cuarto de estar cuando oía a mi padre abrir la puerta. «El señor del Círculo de Lectores», contestaba mientras le hacía pasar al salón. El salón de mi casa en aquel entonces era una estancia casi sagrada. Los niños apenas lo pisábamos. En Navidad y alguna que otra ocasión especial. Poco más. Sin embargo, cuando venía «el señor del Círculo de Lectores», nunca nos pusieron un impedimento para asistir a la ceremonia en la que desplegaba las últimas novedades por la mesa del comedor o el sofá, desgranando los argumentos de esta novela o aquel ensayo que acababan de ver la luz.

Mi padre los tocaba, los examinaba, los ojeaba, meditaba y acababa decidiéndose por uno. Algunas veces dos. Casi siempre novela, que era su lectura favorita. Gracias a esa afición paterna y a las visitas de aquel señor, en la casa familiar tenemos una envidiable biblioteca que ocupa todo el frontal de aquel salón, posteriormente ampliado y dotado de grandes estanterías para albergarlos a todos. Además de otro buen puñado de ejemplares repartidos por muebles y repisas. Allí conviven autores tan variopintos como Víctor Hugo, Winston Graham, Charles Dickens, Julio Verne, Galdós, Ana María Matute, García Márquez, Pérez Reverte, Ken Follet –sí, también hay 'best sellers'–, Stephen King, Cervantes, Cela, Delibes, Carmen Laforet, Javier Marías, Morris West, Frederick Forsith... y cientos de ellos más. Obviamente no todas sus adquisiciones salieron de aquella maleta, pero sí un número importante de ellas. Con el tiempo fui añadiendo mis propias libros. Muchos de ellos regalos, algunos incluso firmados y dedicados por sus autores, los cuales guardo como oro en paño. Y también muchos comprados en librerías, jamás por internet. En este mundo globalizado ya es imposible deleitarse con el ritual que tanto disfrutaba mi progenitor. Pero al menos sí del momento de repasar estanterías clasificadas por temáticas y elegir uno. Aunque las más de las veces vaya a tiro hecho.

Ya no existe el Círculo de Lectores. Ya nadie llama al timbre para venderte un libro. De hecho ya casi nadie va a una librería. Las pocas que van quedando están abocadas al cierre. Aquí en Cádiz aún quedas algunas que resisten como pueden. En mi infancia hubo una que, vista con el paso del tiempo, es una perfecta metáfora de cómo hemos cambiado. Si peina usted alguna cana la recordará. Se llamaba 'Cerón' y estaba en la calle Columela. Era enorme y llena de libros de todo tipo, desde las últimas novedades a otros viejísimos. Hoy es una franquicia de ropa para adolescentes. Hoy, esos adolescentes no leen. Sólo graban vídeos. Frente al espejo, con su última camiseta de marca, sus zapatillas deportivas (en Cádiz, tenis) o su pantalón roto por las rodillas. La lectura no es más que una obligación escolar, no un placer personal. Ni siquiera cómics o libros de aventuras propios de su edad. Y las pocas veces que lo hacen desde luego no es en papel, sino en una pantalla. Allá ellos, y pobres de nosotros, cuando estos adolescentes de hoy sean los que dirijan nuestros designios mañana.

Para entonces, ley de vida, los adultos de hoy estaremos criando malvas. O en el mejor de los casos, disfrutando de las últimas páginas del libro de nuestra propia vida. Personalmente tengo muy claro que así será. Releyendo todas aquellas obras de mi infancia y mi juventud. Descubriendo otras nuevas. Y con una espina clavada. Nunca supe el nombre del «señor del Círculo de Lectores». No me dio por preguntárselo a mi padre. Hoy, por desgracia, ya no puedo hacerlo. En cualquier caso, se llame como se llame y esté donde esté, desde aquí mi eterno agradecimiento por aquellas visitas vespertinas. Y por contribuir a formar la magnífica bilioteca que mi padre nos dejó.

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