SIN ACRITUD

El botón rojo

Desde que ocurrió la desgracia de Valencia me pregunto por qué la responsabilidad última de alertar a la población la tiene un político y no un técnico especialista en catástrofes naturales

Cuando mi hija mayor aún estaba en edad escolar tenía una orden muy concreta grabada a fuego en su cerebro. Un mandato de obligado cumplimiento que probablemente era demasiada carga para una niña de apenas siete u ocho años, que es cuando la recibió por ... primera vez por boca mía y de su madre. Como ahora ya es mayor de edad se puede contar sin que vengan los servicios sociales a preguntarnos qué clase de infancia le estábamos dando a la pobre criatura. La orden era que si en algún momento, estando en el colegio, sonaba una sirena alertando de la llegada de un tsunami, inmediatamente fuera a la clase de su hermana pequeña, la agarrara de la mano y ambas se dirigieran al punto más alto que encontraran. Mínimo, un quinto piso. A ambas les explicamos que ya hubo un maremoto hace muchos años y que Cádiz quedó prácticamente entera debajo del agua. Sólo sobresalieron algunos edificios, los más altos. Y por eso era importante colarse en uno de ellos, rompiendo la puerta si era necesario, y empezar a subir escaleras como si no hubiera un mañana. Les contamos que hay unos señores que se dedican a controlar los terremotos con unos aparatos muy sofisticados. Y que cuando detectan uno de ellos en medio del océano, lo primero que se produce es un enorme retroceso del agua de la playa, y después una ola gigantesca. Lo de la retirada de las aguas sin duda es un espectáculo. Pero también tenían orden de que ni se les ocurriera ir a verlo, porque todos los que lo han hecho en casos similares han sido los primeros en morir. Y también les dijimos que cuando avisasen, disponían aproximadamente de unos 30 minutos para ponerse a salvo. Lo que no les contamos es que quien tiene que apretar el botón rojo que activa la alarma de la que dependen literalmente cientos, o miles, de vidas, es un señor que no tiene ni la más remota idea de fenómenos meteorológicos. Mucho menos de terremotos y tsunamis. El responsable último –o la responsable– de dar la alarma es un señor –o una señora– que lo mismo en ese momento dirige una consejería de Emergencias como antes dirigía la de Fiestas. O la de Turismo. No lo iban a entender. Las niñas, digo. Por eso no se lo dijimos. Bastante tenían con seguir el plan establecido y empezar a subir escalones de dos en dos. Lo lógico es que quien tenga la responsabilidad de dar esa orden sea alguien que controle de balizas en el mar, de niveles de subsidencia, de movimientos de placas, de magnitudes y latitudes. Y que lo monitorice con su equipo 24 horas al día. Pero no, por lo visto es un político, o una política, que a lo mejor cuando viene la ola está en una comida de trabajo. O en un viaje en la India. Y que además está más preocupado por el qué dirán que por salvar vidas. «Qué dirán si aprieto. Como sea una falsa alarma me van a poner verde. Y si no aprieto estoy condenando a vaya usted a saber cuánta gente». Y el otro, «aprieta tú que eres el responsable». «No, tú, que estás por encima». Y así, entre unos y otros, el botón sin apretar durante un tiempo fundamental para salvar vidas.

Yo no sé usted, pero desde que ocurrió toda esta desgracia de la DANA, no dejó de preguntarme qué necesidad tenemos de que sea un político quien tenga la responsabilidad última de alertar en caso de una desgracia natural de semejantes características. Y eso que en Andalucía precisamente tenemos a uno de los que está más y mejor preparados para este tipo de eventos en toda España, el consejero de Interior Antonio Sanz. Que además es de Cádiz. Hasta sus adversarios políticos saben que es un auténtico 'fiebre' de estos asuntos y ha dirigido numerosos operativos en todo tipo de situaciones, desde incendios a inundaciones. Pero el caso de Sanz es absolutamente excepcional. Tristemente lo hemos comprobado estos días en Valencia. Los responsables públicos son muy necesarios una vez que ya ha ocurrido la catástrofe, para todo el ingente trabajo que viene después. Pero ese botón rojo de emergencia debe apretarlo quien está realmente al tanto de todo lo que ocurre al minuto. Alguien de contrastada profesionalidad y experiencia que se mueva por criterios puramente técnicos. Sin la más mínima injerencia política. Sólo el tiempo que se tarda en localizar y explicar la situación a quien corresponda puede resultar letal. En Valencia se sabía lo que iba a ocurrir –si no en toda su crudeza sí de forma bastante aproximada– horas antes de que pasara. Ahora andan todos enredados en quién es el culpable. Que si el presidente valenciano, que estaba ilocalizable. Que si la consejera de Emergencia, quien ni siquiera sabía que había un sistema de emergencias. Que si Sánchez, que estaba de viaje. Que si Montero, que le sustituía pero no ordenó nada... Todo lo ocurrido es una desgracia tremenda. De la que tardaremos muchos años en reponernos. Que nos está dejando ya una honda huella en el alma. Y por la que siempre nos corroerá la duda de cuánta gente murió por la mediocridad política, o la vileza, de unos y otros.

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